Han pasado muchos años. Aquella fotografía me trajo un golpe de aire fresco. Un instante en el que recordar el olor de aquella camiseta que a la postre acabaría siendo la de la suerte durante un tiempo hasta que alguien decidiera reconvertirla en trapos para Luzma, la asistenta. Pero eso ocurrió tiempo después. No me fastidies el recuerdo ahora que ahí estaba yo con mi pelo abundante, mi sonrisa del veinte, clavadita a la del cuarenta, mis ganas de nada que arrasaban con el todo de ahora, mis mundos y la ausencia de rémora alguna que pudo venir tiempo después a inundar parte de mi cuerpo; que a veces da una tregua y se sitúa en el hombro donde nada duele y otras anda entre la patata y detrás de los ojos, cerca de la razón. Ahí estaba, en la fotografía, incapaz de averiguar el futuro que ahora mira el pasado plasmado en tinta y papel. Me reconozco y, a toro pasado, podría decir que lo que soy hoy ya entonces lo esperaba. Lo reconozco por esa sonrisa que sigue siendo la misma, a pesar de ser una foto de carrete. En eso las digitales no tomaron ventaja.