Lola se pone de los nervios siempre que llega la Navidad. Técnicamente, cerramos ejercicio y hay cosas que hacer, formularios que enviar, llamadas que atender, aplazamientos que negociar y explicaciones que dar a casi toda la maldita oficina. Por eso, los pelotas como Alfredo no paran de entrar en el despacho de la rubia llevándole papeles firmados como si eso solucionase algo. Entran con esa cara de pretenciosos, creyéndose invencibles, y salen preguntándose qué cojones han hecho mal. Si lo llevaban todo atado. A pesar de verlo todos los días, tenemos tanto inútil en la oficina que aún quedan estúpidos dispuestos a intentarlo. Si pensaran un poco. No es el cierre de ejercicio. No son las facturas a periodificar ni siquiera las nóminas con días de huelga o el cliente que quiere su pedido para ayer. Es que es Navidad en la oficina, pero no lo será para Lola hasta que coja el coche y conduzca hasta diluirse kilómetro a kilómetro para encontrarse a ella misma. Mudar esa piel tan dura y sentir cómo se desparrama todo lo que nadie ve, que es precisamente de lo que ella está hecha. Lo que ella es, en realidad. Es entonces, y solo entonces, cuando esos trescientos cincuenta kilómetros han logrado erosionar a Lola, dejando su piel libre de heridas. Una piel donde ya no quedan espinas con las que defenderse porque ya nada es hostil. Esto a Alfredo no se le puede explicar. Él no acertaría a ver que Lola solo es Lola cuando la Navidad llega tras esos benditos trescientos cincuenta kilómetros.