Sonia y Miguel se conocieron en un cajero. Ella, dispuesta a ingresar todo su efectivo. Él, deseoso de un reintegro de cien, para ir tirando durante la semana. Los dos esperaron veinte minutos mientras Juan intentaba pagar el recibo de la contribución, debidamente tutorizado por el empleado de banca que la empresa no puede despedir por la antigüedad de su puesto. Después, vino el turno de María Isabel, que pretendía actualizar la libreta, a pesar de haber olvidado las instrucciones que le llegaron por correo. Ordinario. Todos esos minutos tuvieron Sonia y Miguel para encontrar la complicidad que da criticar algo en común. Sin pensar en las consecuencias, se miraron, se sonrieron. Salieron de allí el uno con el dinero de la otra. Sonia lo ingresó y Miguel lo sacó. Aún olían a ella aquellos dineros. Él los metió en el bolsillo. Miró al frente y allí estaba ella. De pie, frente al escaparate de la tienda de Lucas. Sonrieron de nuevo. Miguel quiso decir algo. Sonia, evitarlo. Él acabó haciéndolo. Ella, mirando para otro lado, también. Despechado sin tener porqué, Miguel gastó los cien de Sonia aquella mañana. Ella comprobó desde su smartphone que los tenía y decidió comprarse ese bolso tan chulo que la ayudó a evitar dar una excusa.