A Elena le pareció que el viaje de estudios había durado un día y no siete, como rezaba en el programa. Él, sentado en una terraza de la plaza, viendo la vida pasar, sintió que los últimos veinticinco años habían volado. Antonia suele parar un momento para ver el mar, al término de su paseo diario. A sus sesenta y ocho, calma la ansiedad recordando la primera vez que vio romper las olas, cuando llegó a esta tierra. Pareciera que fue ayer, piensa a menudo Paco Ramón, a golpe de verso enrevesado tras años aporreando la misma olivetti, debajo de aquel fluorescente. Martín quiere saltarse, a sus casi diez años, las veinticuatro horas que restan para ver a su hermana. Está en la edad de hacerlo. De momento, vive corriendo de escalón en escalón, devorando la vida. La misma que se nos pasa tan rápido que apenas recordamos que, a pesar de todo, la vivimos intensamente. La insoportable certeza de que algún día terminará nos empuja a mirar el folio en blanco esperando que las palabras que vayan surgiendo no nos traten demasiado mal. Dicen los que lo saben que, cuando todo termina y ya no quedan más líneas, llega la hora de leerlas todas y emocionarte con cada una de ellas al reconocer que lo que hiciste, lo que amaste, lo que creaste y todo aquello por lo que luchaste sigue vivo a tu lado. Entonces, dicen, es cuando te vas porque te tienes que ir, pero sabiendo que escribiste tu mejor libro.