Verosímil

Mateo había escrito un manifiesto y pretendía leerlo en la calle, a viva voz. Para ello, cortó el tráfico colocando una de las sillas de su salón sobre el asfalto y, acto seguido, se subió en ella. Quiso que todo el mundo escuchara lo que tenía que decir. Margarita llamó a la policía. No tardarían demasiado.

—¡Queridos vecinos! Me conocéis desde hace veinte años ¡Soy una buena persona! Jamás os he tratado de engañar. Ni uno solo de vosotros puede afirmar que de mi boca haya salido, alguna vez, mala palabra alguna. Prosigo. Me causa embargo, no penséis lo contrario, interrumpir vuestros quehaceres cotidianos para contaros que, todo esto que estamos viviendo, si no completamente, es un experimento de los gobiernos del mundo.

Mateo calló un momento y nos observó a todos desde su improvisado púlpito. Margarita no paraba de llorar. El coche patrulla ya estaba allí. Sin embargo, la pareja de agentes escuchaba en silencio. Mateo continuó.

—No estoy diciendo, Dios me libre de hacerlo, que el virus se haya fabricado. Sin duda alguna, nadie mejor que la misma Tierra para crear algo que nos haga sentir vergüenza de lo que estamos haciendo con ella. No va encaminada, de esta forma, mi acusación por esos derroteros. Pero sí os quiero comunicar que, tras el síncope inicial sufrido por los líderes mundiales, estos se han repuesto, casi sin perder el resuello. Inmediatamente, han lamido sus heridas y han sido conscientes de que pueden manejarnos a su antojo. Usan, con tal motivo, nuestras emociones.

Algunos volvían a sus rutinas, metiéndose en casa de nuevo. Sin embargo, muchos nos quedamos. Queríamos llegar hasta el final.

—No han usado la violencia. Tampoco el terror del estado, otrora utilizado por líderes cuyo recuerdo algunos aún conservan o lo han forjado a base de lecturas. No nos hemos aniquilado ni acusado entre nosotros. No caen bombas. No existen ejecuciones. Nada de todo esto ha sido necesario para manejarnos. Y lo saben. Son plenamente sabedores de que han recuperado una fórmula magistral cuyos principios activos pasan desapercibidos para la mayoría de nosotros, cegados por la solidaridad para con nuestros semejantes.

Algunas personas habían comenzado a grabar y retransmitir las palabras de Mateo a través de las redes sociales.

—¿Pensáis que, ante la posibilidad de continuar ejerciendo su dominio sobre nuestras vidas, se desentenderán de los hilos? ¿Tan fácilmente? ¿No creéis que estarán tentados, en aras de un loable bien común, de encontrar un número mayor de resortes, de continuar con los que ya articulan, para dominarnos a su conveniencia?

Mateo detuvo su discurso. Bajó de su silla, la recogió y se metió en casa. Margarita cerró la puerta tras él. Los agentes se marcharon en silencio y, los que allí nos encontrábamos, nos miramos para comprobar que cada uno de nosotros había percibido que algo en el discurso de Mateo era escandalosamente verosímil.

Permanecí toda la noche despierto. Mis vecinos también hicieron lo propio. Lo sé porque todos fuimos testigos de cómo se llevaban a Mateo y a Margarita. No los volvimos a ver, aunque algunos dicen que regresaron a la mañana siguiente y que aún permanecen en casa. Tal vez algún día, cuando por fin terminen las restricciones, podamos comprobarlo. De aquello hace ya tres años.

Relato inspirado tras la lectura «La buena sociedad y el COViD-19», de José Antonio Herce y Miguel Ángel Herce, publicado el 29 de abril de 2020 en Revista de Libros. https://www.revistadelibros.com/blogs/una-buena-sociedad/la-buena-sociedad-y-el-covid-19.

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