V1-666-H

Sale de la ducha. Le han bastado quince minutos para eliminar el olor a gasolina y plástico quemado. La noche ha ido bien y ahora lo que toca es irse a la cama y dormir todo lo que se pueda. Antes, se mira en el espejo. Está intacto. Comerá, si es que hay algo en el frigorífico que merezca la pena. En media hora, está dormido.

Un golpe seco mueve toda la cama. Otro golpe, esta vez en las costillas, le obliga a incorporarse. No ve venir el próximo, esta vez en la cara. Se ahoga, no puede hablar. Tiene la nariz rota. Levanta las manos para protegerse, pues intuye que los golpes no han hecho más que empezar. En esta semioscuridad, comienza a ver. Alguien, de pie, vuelve a golpearle.

Intenta gritar, pero le es imposible. Tiene la garganta llena de sangre. Tose, escupe, le cuesta respirar. Nota cómo dos manos le agarran de los tobillos y lo sacan de la cama a rastras. Tienen mucha fuerza, tanta que aterriza con la cabeza en el suelo, boca arriba. El que le está haciendo esto, comienza a golpearle con algo parecido a una porra, una y otra vez. Lo va a matar.

Otra persona abre la puerta. Es su madre. Reconoce esa figura. La ha visto entrar cientos de veces, recriminándole.

«Otra vez llegaste de madrugada. Otra vez te levantas a las tantas. ¿Vas a comer? Estoy cansada de esto.»

No la escucha gritar. Tampoco advierte que intente parar al energúmeno que le está propinando la paliza de su vida. Extiende el brazo y le parece decir mamá, aunque es sólo un deseo. Toda su cabeza está a punto de estallar. Su madre se coloca al lado del agresor, pero no intenta pararlo. Hace lo que suele hacer. Levanta la persiana. Debe ser la hora de la comida. Por fin puede ver.

La luz entra inmediatamente por toda la habitación. No está soñando. Sobre la cómoda verde, la foto de su primera comunión. Los trofeos de balonmano, las orlas y el peluche con el que durmió hasta los doce años, justo antes de ir al instituto, donde todo cambió. Mamá ha abierto la ventana de par en par. Debería estar escuchando la monserga de siempre.

«Qué olor tienes aquí. Venga, levántate que ya está bien»

Debería estar llamando a la policía, gritando, corriendo en busca de ayuda ¡Mamá! ¿qué haces? ¿no ves que me van a matar? Mamá sale de la habitación. Antes de desaparecer por la puerta, se gira para mirar al hombre que, en ese momento, para de golpearme. Él también la mira. Asienten con la cabeza.

—Hijo, la policía ya está aquí ¿no lo ves? —dice, con ese tono cansino de siempre.

La momentánea pausa por fin le permite mirar al hombre. Reconoce el uniforme quemado, los guantes ensangrentados, el casco agrietado, la visera destruida por las llamas de aquel cóctel que él mismo había fabricado la tarde anterior, mientras mamá estaba de café con las amigas. Y la placa con el número identificativo, V1-666-H. Ahora que la sangre de su nariz es menos intensa, puede hablar:

—¿Eres tú? Estabas muerto, cabrón. ¡Yo mismo te quemé vivo, hijo de pu…

No termina. Un golpe cruzado le destroza la mandíbula, partiéndosela en dos. V1-666-H se dirige a él por primera vez:

—Fallecí en urgencias mientras tú lo celebrabas. No creí que me dejaran volver, pero aquí estoy. Vengo a por ti. Tu madre también cree que es mejor así.