Me gusta el bosque. No cualquiera, claro. Me gusta el que hay detrás de las naves a medio construir, justo donde termina la ciudad. Como sabes, no es muy grande pero sí lo suficientemente conocido como para que nadie repare en él. Quiero decir que nunca buscarían un cadáver entre sus árboles. Ya sabes, hay demasiada basura aquí. Todo el mundo viene con sus coches a tirar sus trastos viejos.
Suelo venir a pintar, casi siempre a la misma hora. Estos últimos meses he trabajado el bodegón. Lo titularé «tresillo encarnado sobre escombros y vidrios». La combinación de luces y texturas es apasionante, sobre todo a esta hora de la tarde, justo en la estación de otoño. Lo sé, es poco tiempo, pero las horas comprometidas han merecido la pena. El cuadro está terminado.
A la espera de comprador, el lienzo aguarda en el garaje. Hace tiempo que desterré al coche, que ahora duerme en la calle. Necesito sitio para las pinturas, amontonadas una tras otra a la espera de alguien que quiera llevárselas a casa. Soy un pintor prolífico, pero un mal vendedor o un mal artista, como dice madre. Madre, la pobre, con la cabeza medio ida, no sabe lo que dice. La serie completa acabará en una galería, tarde o temprano.
En mitad de la noche, me despiertan las sirenas de los coches de policía. Es extraño que discurran por este barrio, tan alejado del centro. Me incorporo antes de que sea tarde para ver hacia dónde se dirigen. No llego a tiempo, y acabo por desvelarme. Pienso en el cuadro. El rojo encarnado del conjunto no era de mi gusto. A mi juicio, estaba tan muerto como el yeso que no logra ligarse con el agua. El color, en realidad, esperaba a que el artista le proporcionara un sentido que trascendiera de todos sus elementos. Así es como debería presentarse ante mis ojos, a esa hora de la tarde, en esta estación de otoño. De ahí tu participación.
Bien mirado, diría madre, es otra manera más de evadir mis responsabilidades. El color que yo anhelaba requería de tu sangre, pero vertida de un modo violento sobre la tapicería, justo en el instante en el que la luz desaparece. Pude captarlo con el pincel, exactamente en la parte oriental del bosque, ése en la que todo el mundo tira lo que ya no necesita, donde nadie buscará tu cadáver, debajo de un tresillo, sobre vidrios y escombros.