El mojito asesino había llegado a la ciudad y no se demoró en hacer de las suyas. Se refugiaría en un bar clandestino, atestado de negacionistas y antivacunas, acabando con ellos en algo menos de cuatro horas. Los engañó a todos con su olor a hierbabuena y su fama de producto exótico, que tanto dista de la química denostada por estos colectivos, tan ridículos.
Una vez exterminados, la atractiva mezcla helada extendió sus ramificaciones hasta los bares con terraza, donde los precavidos clientes se sentían capaces de retirar, por unos instantes, sus mascarillas quirúrgicas. Atraídos por la estratificada mezcla, oscura en su base de azúcar macerado, acabarían desplomados por el suelo. Fallecían por ingesta de mojito asesino, confiados. Huelga decir que lo hicieron felices, pues superaron (en consumo) tres o cuatro dosis.
Quiso el mojito (asesino) trasladarse para atacar a la última de las clases sociales. Aquella que había sido elegida y que no acostumbraba a frecuentar espacios abiertos. Protegidos por estrictas medidas de seguridad, habían conseguido escapar de una pandemia que los ubicaba en una situación de dominio absoluto. Para cuando quisieron sentirse intocables, el mojito asesino, disfrazado de elixir necesario con el que optar a compañías placenteras, se había introducido en sus venas, recorrido sus circuitos sanguíneos y detenido, violentamente, su corazón, tiñéndolo de un verde hierbabuena que hizo de los cadáveres, una reliquia fresca y alegre. Tal vez por eso, los únicos que sobrevivieron, los niños (abstemios), decidieron no ocultarlos. Quedaron a la vista, mientras crecían, se hacían mayores y aprendían a no cometer los mismos errores que el resto. Por una vez, ellos, los niños, crecieron sin modelos, dejando morir al mojito asesino de pura inanición.