Cinco millones y medio de personas viven solas. Los perros roncan, la gente se muere más en invierno y las viviendas turísticas no son tantas si las comparamos con el total existente. Los ronquidos del animal son agradables y despiertan empatía, justo lo contrario que ocurre cuando provienen de un semejante. Tal vez sea por eso que, desde hace tiempo, hay más perros que hijos, lo cual no es ni bueno ni malo en sí y, lo mejor de todo, no es incompatible.
Los cinco millones y medio conforman casi el treinta por ciento de los hogares. Claro que no todos experimentarán la misma soledad. De hecho, la única soledad detestable es aquella que es testigo de la incapacidad para desenvolverse por uno mismo. Esa que, en otras palabras, no es más que sentirse abandonado como un perro en verano, sin que nadie, nadie en este mundo sienta empatía por tus ronquidos. Es más, ni desean escucharlos y todo lo que sientes, postrado en la silla, es presión para que abandones tu casa pues ya no es un buen sitio para ti y ahora las reformas las amortizas en nada si la reconviertes en una vivienda turística. Que vas a estar mejor con otros como tú. Y atendido. Que te van a dejar el portátil para que escribas, que siempre lo has hecho muy bien, aunque no hayamos leído nada tuyo nunca.
Me llevaron en invierno y me dejaron allí, tirado como un perro, rodeado de gente que roncaba de una manera insoportable. Y como las estadísticas, aunque experimentales, suelen cumplirse, me morí antes del verano, sin saber si el piso turístico daría los beneficios suficientes como para recuperar lo invertido en la reforma, sin haber escrito un puñetero relato más y con la certeza de que lo pensaba acerca de la asquerosa soledad, la que detestaba y odiaba, era correcto. Me morí sólo cuando ya no pude valerme por mí mismo y la soledad más cruda se metió dentro de mí ¡Qué pena! ¡Yo que toda la vida había estado solo! ¡Pero de puta madre!
Relato publicado en Mi Ciudad Real y en La Voz de Tomelloso