A Teo comenzó a picarle el brazo a eso de las trece horas. Al principio, ni cayó en la cuenta pero, cuando comenzó a rascarse por tercera vez, fue consciente del tamaño que iba adquiriendo aquello.
Sus padres corrieron. Y mucho. Ya en la puerta de urgencias, sólo permitieron que Adela, la mamá, pasara con él. La faz de Teo tenía un color blancuzco que contrastaba con el púrpura que se extendía por los dedos de su mano izquierda. Aquel color provenía del antebrazo, ahora tapado con unas gasas impregnadas en Nivea, que Adela había improvisado.
Como Teo tenía doce años, le hicieron hueco enseguida. El niño empezaba a sentir de nuevo un picor espantoso, temporalmente anestesiado por el vendaje. Luisa, la doctora se lo quitó inmediatamente. Estaba tan apretado que Teo se había quedado sin circulación sanguínea. Tan pronto como lo hizo, un fuerte olor emanó de la carne del niño. La picadura se había apropiado de todo el espacio existente entre la muñeca y el codo y su color, ahora que retornaba la sangre, era verdoso y, por momentos, amarillento. Teo lloraba.
El antihistamínico inyectable no detuvo la reacción. En diez minutos, la picadura avanzó hasta el hombro y podía apreciarse cómo aquello, fuera lo que fuera, se extendía por su cuerpo, a través de la espalda. Adela perdía los nervios y la tenían que sacar de la consulta a la fuerza. Alfredo, celador en situación de jubilación activa, tiró de experiencia para reunirla con su marido. Este, al verla salir gritando, se temió lo peor y entró a toda prisa, yendo a dar contra el cristal de la puerta automática, que apenas pudo abrirse a tiempo.
La situación era dantesca. Pepe, marido de Adela, yacía boca arriba a la entrada del centro de salud, con la cara cubierta de sangre. Completamente desorientado, intentaba levantarse del suelo para buscar a su mujer. La nariz, probablemente rota, impedía que se le entendiera una sola palabra y Adela, mientras tanto, luchaba por zafarse de Alfredo, insultándole y propinándole patadas, sin éxito alguno.
Mientras tanto, Teo sufría un shock que le hacía perder la consciencia. Su cuerpo se había convertido en una picadura gigante que hacía muy difícil advertir dónde se encontraban sus brazos, sus piernas, sus ojos o su boca. Teo tenía el aspecto de una enorme colmena de abejas. Incluso, podía escucharse como si miles de ellas zumbaran las alas dentro de su cuerpo. Tuvieron que intubarlo. Luisa fue quien acertó a la primera. La vía se la colocaron en lo que parecía un antebrazo. Dentro de ella, un cóctel que hubiera hecho despertar a un oso, el cual, ahora sí, detuvo la progresión de la picadura e hizo volver al niño en sí. Luisa buscó los ojos de Teo. Creyó ver uno de ellos cerca de las zapatillas deportivas. No sabía si podría escucharla, pero le habló:
—Teo, te llevamos al hospital para que te pongas bueno. Ya verás como pronto estás con tus papás de nuevo y podrás irte a casa.
El niño, consciente de las dificultades que tenía para hablar, optó por guiñar el ojo para comunicar que había recibido el mensaje. Al hacerlo, le pareció que el párpado pesaba tres toneladas y tuvo que hacer fuerza con todo su cuerpo, o lo que fuera aquello. Metido en la ambulancia, se quedó finalmente dormido.
Escoltados por una pareja de policías, Adela y Pepe llegaron al hospital. En el zeta, les habían comunicado que Teo se hallaba estable y que la medicación había detenido la progresión de la picadura. Estaban realizándole análisis y, en cuanto supieran algo, les informarían. Sentados en la sala de espera, atendieron a Pepe colocándole una férula nasal y Adela trajo unos cafés de la máquina.
Eran las cuatro de la mañana cuando apareció Teo caminando. A Adela y Pepe les había vencido el cansancio.
—Mamá, papá. Os vais a casa. Aquí tenéis a Teo, completamente recuperado.
Ni rastro de la doctora Luisa (menos aún del celador Alfredo). En esta ocasión, Teo, sonriente y con un aspecto inmejorable, iba de la mano de Sara, internista residente. Se había dirigido hacia los padres, quienes abrazaban al niño y lo colmaban de besos y apretones.
—¿Qué ha sido, hijo? ¿Te han dicho lo que te ha picado? —inquirió Adela, al tiempo que levantaba la vista hacia Sara. Teo, antes de responder, también la miró.
—Sí. Ha sido la curiosidad. Dice la doctora que, a esta edad, en algunos niños se rebela violentamente al darse cuenta de que va a ser expulsada para siempre de ellos.
Teo, con algo de tristeza (aunque contento con su nueva situación) dijo:
—Ya no soy un niño, mamá.