No eran muchos los viajeros que habían subido esa mañana al autocar. Sin contar a Miguel, que conducía sin dejar de bostezar, en total eran dos las personas que se sumaban a Adela. A decir verdad, la mayoría de las veces Miguel viajaba solo a lo largo de toda la ruta, únicamente acompañado de paquetes de ida y vuelta que los residentes del pueblo intercambiaban con sus familiares de la ciudad de Tosilla, a doscientos cuarenta kilómetros de distancia. Miguel viajaba siempre con una gran tensión. Sobre sus hombros sentía la presión de su mujer y de sus hijos. No quería ni pensar qué podría ocurrir el día en el que el autocar se estropeara y no pudiera regresar antes de la tercera noche. Sentía perder toda esperanza cuando aquello le venía a la cabeza y en esos momentos se veía obligado a parar en la cuneta para darse un respiro. Estos pensamientos que a menudo lo invadían abiertamente se transformaban en una sensación amarga cuando estaban dormidos de tal manera que, aunque no rondaran su cabeza, él sabía que algo no estaba bien. Así era siempre. El descanso de Miguel llegaba con el retorno a casa.
Al otro lado del pasillo, con la cabeza pegada al cristal, dormía Inés. Adela la miraba preguntándose cómo alguien podía quedarse dormido de esa manera. Debía de ser la edad porque contaba con setenta y tres años, que pesaban el doble tras una vida repleta de sinsabores. La conocía de toda la vida, aunque fue a partir de los dieciocho cuando comenzó a valorarla en su justa medida. Inés se había casado muy pronto, por mucho que ella misma quisiera evitarlo. Su padre la había prometido con Enrique pero ella se fugó una mañana de julio, escondida en el Correo que, antes del autocar, iba y venía del pueblo. Estuvo perdida durante semanas, hasta que un familiar de Enrique la encontró y los guardias la hicieron regresar a la fuerza. Para entonces, Enrique ya no quería casarse con ella, pero poco importaba lo que él quisiera. Las familias lo habían decidido y la boda se celebró a los pocos días de su regreso. Como todos sospechaban, la vida de Inés iba a ser muy desgraciada. Por supuesto, no tuvo hijos aunque sí abortos; ocho en total hasta que su cuerpo dijo que no aguantaba más. Enrique iba con unas y con otras y en boca de todos siempre hubo un chisme que contar sobre ellos. Harta de la vida, intentó suicidarse en varias ocasiones aunque sin éxito. A pesar de todo, la maldición nunca fue completa pues aquella diminuta mujer tuvo, cada vez que se la necesitó, buenas acciones para todo el mundo, incluso para Enrique, fallecido por fin hacía unos días. Inés dormía ahora profundamente mientras su pequeño cuerpo se agitaba en el asiento y Adela pensó que eso no era nada comparado con los trotes que la vida le había dado sin tregua alguna.
Sentado justo detrás de Miguel, viajaba Ricardo cuyos pies no llegaban a tocar el suelo del autocar. Era un niño moreno, de siete años, con los ojos verdes, muy grandes y semblante tranquilo, como su carácter. La gente decía que no tenía sonrisa porque arrastraba la maldición del que fuera su abuelo, José Ricardo, el chófer del Correo que escondió a Inés en su huida y que no regresó jamás al pueblo. De él poco se supo hasta que, años más tarde, una mujer que decía ser su hija regresó para reclamar la herencia del chófer. Después de una batalla legal que dio que hablar durante meses, Rosario, que así se llamaba, consiguió ser finalmente la titular del patrimonio de José Ricardo y ya no se marchó del pueblo, pues la relación profesional que mantuvo durante todo ese tiempo con el joven abogado Luis Alberto Gámez se transformó en una relación sentimental, fruto de la cual había nacido, tras innumerables intentos, Ricardo, hacía ahora siete años. Luis, como era conocido, jamás había permanecido fuera del pueblo más de una noche pero, al parecer, la maldición también podía afectar a los lazos políticos. Tan solo hacía unos días que Luis y Rosario fallecían al caer desde dos alturas mientras limpiaban una de las terrazas de la casa que acababan de construir. Por ello, el pequeño Ricardo emprendía un viaje de ida para vivir con su tío Roberto, hermano de Luis y médico del Hospital General de Tosilla.