Suena Izal mientras leo lo último de mi columnista favorito, al descanso del partido. Me gusta hacerlo rodeado de gente. Gente que habla de sus cosas, que apura su cerveza mientras miran a sus acompañantes. Es un caos maravilloso que funciona sin que nadie lo dirija. El mercado del que hablaba Smith y que Ricardo escudriñó y retrató para ofrecer en bandeja de plata sus fundamentos a Carlos quien, siendo consciente de su perfección, no tardó en intentar controlar; sin éxito, a pesar de las décadas gastadas por sus seguidores. Si el bar es el mercado, entonces los excesos de oferta los generan esos besos que se dan al fondo aquellos dos. Mientras, los que juegan al billar sueñan con saltarse la regulación y poder abrir la partida después de dar una calada profunda a ese cigarrillo que solía ser inseparable. La campana que hay tras la barra suena cuando un consumidor expresa su satisfacción y abona más de la cuenta. Este mercado se ajusta solo y quien no puede más, ya no solicita más cerveza, saliendo del juego de la oferta y la demanda. El equilibrio, lejos de ser estacionario, siempre se mueve y a veces hasta alguno lo pierde, que también hay excesos de demanda cuando los marginalistas desean una unidad más y el vendedor asume el rol de monopolista y fija la cantidad de manera definitiva. Este mercado, que es continuo y con sesión de mañana y tarde, es liberal y no apto para intervencionistas. Porque a los bares y a sus gentes nadie los dirige, ¡cáscaras!