El golpe hizo que cayera desplomado. Con media cara metida en aquel charco, pudo ver por última vez las luces de feria, borrosas, antes de perder definitivamente la vida. El sonido lejano de las atracciones se apagó sin darle tiempo a preguntarse por qué tenía que ser así. Ni siquiera se dio cuenta que se moría. El puñetazo no lo advirtió, como tampoco fue consciente del cuchillo que le partió el hígado en dos. Con las pupilas dilatadas y los párpados rígidos, su cerebro hizo caso omiso de la escena en la que sus verdugos huían, lanzando el arma a un lado del camino que llevaba a las afueras del pueblo. Aunque hubiera podido pronunciar unas pocas palabras, jamás habría tenido la posibilidad de describir la escena, ni tampoco a los agresores. Lo encontraron enseguida. Decenas de personas evitando pisarlo, mofándose de la supuesta borrachera, incapaces de distinguir el carmín de la sangre del tinto del vino. Hasta las diez de la mañana, cuando entre gritos no pudieron levantarlo, a pesar del reducido peso de su cadáver, rígido, asesinado e ignorado. Encontraron huellas en el mango y en la hoja del cuchillo. Detuvieron a tres, que horas antes intentaron hacerse pasar por testigos oculares. Finalmente confesaban. Lo mataron porque sí. Harto de las preguntas de aquella policía, el más alto sentenció, de manera pretenciosa: si hubiéramos buscado una razón, no habríamos encontrado ninguna.