Tocan a la puerta. Es la vecina. Nos confinan de nuevo. Todo ha salido mal. Hay que volver a cerrar.
La noticia es un jarro de agua fría para todos. Y lo peor es que no es nueva. Ya no sirven los argumentos ni las razones, mucho menos las explicaciones de antes. Venimos de vuelta y no somos muy de repetir gestas. Como la primera, ninguna. A la segunda, tal vez comencemos a sospechar.
—¿De qué?
—No lo sé. Simplemente, sospechar como protesta. Como actitud. Como respuesta. Esta vez será más difícil.
Lo es. Hay personas que se niegan a cerrar. Otras ven la oportunidad de hacer valer sus argumentos, casi extintos. No hablemos de los antivacunas, propulsados como cohetes ruso-estadounidenses, por un nuevo estado de alarma. Ganan adeptos por puro egoísmo, por instinto de supervivencia, porque sí ¡Qué abismo!
No hay aplausos. Hay silbidos. A todos. Nadie está exento de responsabilidad. Los viajeros, los que van a terrazas, los que han vuelto a coger el metro, los runners, los caminantes, los niños, los conciertos, los. concesionarios, el botellón, la falta de guantes, los dispensadores exhaustos, el calor, el hartazgo, el postureo y el maldito fútbol, último deporte en el que no habría contagios por contacto.
El cuñado, la sobrina, los nietos, los besos robados, el ligoteo desesperado, las copas a solas, los reencuentros, el café y el qué ganas de vernos. Después de todo, en un país donde, a diario, se respira tanto odio en los periódicos, el virus se aprovechó de que nos seguimos necesitando, aunque sea para matarnos vivos. Y de eso sabemos.