—¿Dónde vas con tantas prisas?
—¡De crucero!
—¡No jodas! ¡Si estamos en plena pandemia! ¿Qué crucero es ése?
Bartolín nunca se enteraba de nada. Vivía en Instagram cuando no dormía y, claro, tenía la cabeza perdida.
—¿No ves las noticias ni escuchas la radio, Bartolín? Claro, estás todo el día con el dedete pegado al móvil ¡A ver si te enteras! Me voy de crucero porque estoy vacunado.
La vacunación resultó no ser tan fácil y ágil como prometieron, algo que, de todas formas, todo el mundo ya había descontado. Eso sí, con objeto de promocionar la actividad turística, conforme la población iba siendo inmunizada, se le ofrecía la posibilidad de disfrutar de un crucero con todas las garantías y, claro está, ¡a gastos pagados!
El dinero llegaba de Europa y, como suele ocurrir aquí, todos ganaban. Las navieras, encantadas, volvieron a contratar personal (ya vacunado), contribuyendo a la reactivación económica. Los destinos turísticos tenían permiso para relajar los perímetros y celebrar fiestas exclusivas para los pasajeros, hasta bien entrada la noche. El gasto hacía circular el dinero, la recaudación fiscal iba viento en popa (nunca mejor dicho) y los multiplicadores keynesianos despertaban de un largo letargo. El mundo, concentrado en grandes barcos que surcaban el mediterráneo, parecía recuperarse de un mal sueño. Hasta aparecería en escena la inflación, aunque únicamente dentro de los cruceros, donde ciertos bienes (no diré cuáles) comenzaban a escasear.
Hubo cruceros de todo tipo, si bien existía un sólo requisito: estar vacunado. A partir de ahí, teníamos cruceros para solteros, divorciados, mayores de sesenta y cinco, sanitarios, docentes, policías, desempleados, matrimonios, amigos, amigas, recolocados por ERE, estudiantes y un largo etcétera. Los llamaron «los cruceros de la inmunidad».
Mientras, en tierra, colectivos discriminados, entre ellos los niños, aguardaban noticias de una nueva extensión de la vacunación que no terminaba de llegar. Desesperados, comenzaron a sospechar que nadie repararía en ellos, cuando el último de los cruceros zarpó sin rumbo prefijado. El crucero, también inmune, fue bautizado con el nombre «el Crucero del Congreso».
Su partida supondría un antes y un después en la gobernanza de la nación. Desde ese momento, todas las disposiciones legales y reglamentarias del Estado, se dictarían desde el Crucero y, claro, como era de esperar, poco a poco, al mismo tiempo que el horizonte azul se abría ante ellos, la vida en tierra comenzó a ser olvidada.
El dinero europeo se acabó y medio país decidió, por unanimidad, seguir en el mar. Al fin y al cabo, allí, la economía sí que funcionaba. Con el tiempo, organizaron encuentros entre los distintos cruceros, produciéndose mezclas de todo tipo que darían lugar a nuevos colectivos. Docentes separados, enamorados de jubilados con pensión no contributiva e hijos (en tierra) a cargo; sanitarios que perdieron la cabeza por eternos estudiantes sin convocatoria; desempleados transformados en tripulantes; capitanes de crucero asociados con el cuerpo de policía. Incluso se daría de alta un sindicato, el SICRUVAC (sindicato de cruceristas vacunados). Todo un hito, mire usted. Eso sí, el único crucero del que no se conocía paradero alguno, ni presente ni pasado, era, cómo no, el «Crucero del Congreso», si bien continuaba con su frenética actividad legislativa.
En tierra, los niños se hicieron grandes y formaron familias que levantarían muros en los muelles, por si acaso a los cruceros se les ocurría regresar. Más raro fue aquel verano, que no paró de nevar.
—Despídeme de mis hijos, Bartolín. Diles que lo mismo no vuelvo. ¡Me voy a vivir la vida!
—¿Tú y cuántos más? ¡Ay, Julián!… ¡Qué listo eres! *
(*) expresión Tomellosera que significa todo lo contrario