lo que ocurre en los agostos

El sábado habrá cocido para comer. En pleno agosto, a las dos de la tarde, en la olla de toda la vida. En la que sale bien y como Dios manda, cosa que no siempre es igual. Es de esas color arcilla, con su baño de porcelana, azulonas por dentro. Con su tapa plana, redonda y balanceada en su centro por el asa de la cual tirar para comprobar lo que se cuece y cómo se cuece. De las de orejeras. Lo digo por las dos soldadas a su cuerpo que sirven para agarrarla, con los brazos bien separados, y trasladarla al centro de la mesa. Aunque también puedes servir desde el fogón, si bien esta modalidad deja al comensal en una momentánea ignorancia (angustia en algunos casos) hasta que, por fin, logra atisbar el plato rebosante.

El sábado toca cocido. El sábado ocho de agosto a las catorce. Volveré a ver a mi tite Manolo y a padre. Sorber y disfrutar, sacando pañuelo para secar el sudor que cae por la frente. Descamisados porque, en agosto, se llevaba camisa aunque fuera de manga corta, lisa o de rayas. Sorber y escuchar lo bueno que está esto. Sorber, soplar y comer. Soplar y decir que una calor saca a otra calor. Lo escribí hace tiempo y cada año, en mitad de cada agosto, vuelve a abrirse ese espacio pequeñito donde tengo a padre satisfecho con la comida del verano. Y a tite Manolo con su nena, menos mal. Ya era hora.

El sábado es de mesa y cucharón, sirviendo en plato hondo un buen puñado de momentos, cocidos a fuego lento. Se pueden tocar ya en el instante primero de olerlos, nada más comenzar la mañana. Que dura sus horas y tarda en llegar, como todo lo que acaba gustando. Lo que era bueno entonces, que ahora cuesta que vuelva. Y cómo cuesta, aunque lo hace. Viene con él. Vienen los dos. Siempre. Manolo y Paco Ramón. Y a mí, que ya me gusta desde hace mucho, me sabe mejor aún. Los cocidos son de antes. De invierno y de verano. Como los padres.

Puede el lector, también, interesarse por «Cocido», escrito hace algo más de tres años.

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