Cuando dejaron salir a los niños, ya era demasiado tarde. Costó sacarlos de las casas. Tenían miedo a la calle, así que sus familias les prometieron que irían al parque. Eso animó a algunos, aunque enseguida pudo comprobarse que generaría aún más dolor. La Ley impedía a dos niños jugar a menos de dos metros. De esta forma, asistimos a escenas dantescas. Cubos de arena a medio llenar, palas y rastrillos no compartidos, columpios inertes, balancines sin contrapeso, montañas de escalada con subidas a turnos. Resultó que los niños estaban más tristes en los parques que en casa. Lloraban desconsoladamente, queriendo acercarse los unos a los otros, mientras sus padres lo impedían, tirando de ellos en sentido contrario.
—No puedes ir con él, porque puedes infectarte, cariño.
Aquellas frases se instalarían en la memoria de nuestros infantes. Meses después del primer brote, seguirían sucediéndose los encierros. Las vacunas resultaron no ser efectivas para toda la población y tuvimos que acostumbrarnos a vivir alternando temporadas de de-escalada con meses de confinamiento. Los gobiernos, finalmente, acabaron por contarnos la verdad. Sería para siempre (al menos, probablemente). Los adultos no llegamos a recuperarnos nunca. Pero quedaban los niños, que se habían hecho mayores y sí estaban preparados para el distanciamiento perpetuo. Al fin y al cabo, los educamos en ello.