Corre el año 2675 y acaban de inventar el teletransportador. Por fin. Era la última cosa que empieza por tele que nos faltaba. Y ya lo tenemos. Andamos como locos porque Juan, que es un friki, tenía reservado uno desde que se enteró de la fecha de su lanzamiento y no veas. En la oficina hemos cabreado a todo el mundo. A la criticona de Luisa la hemos metido en uno de los altavoces de la consejería y se ha montado la mundial. Entre los agrios, hemos elegido a Tomás y lo hemos puesto en los sobrecillos de azúcar. Más tarde hemos comenzado a transportarnos entre nosotros. He visto a Felipe dentro del cuerpo de Marta y López vestía minifalda ajustada mientras Antón intentaba zafarse del peso de Luis. A mí me ha tocado estar unos segundos dentro del mundo de Isabel mientras ella rascaba lo más profundo de mis zapatillas, que es lo más pegado al suelo que puedo garantizar de mí mismo. Cuando hemos vuelto a nuestros cuerpos, nos hemos mirado por un momento. Y, aunque el fabricante insiste en el manual de uso que el alma y los pensamientos son no transferibles, para mí que algo de Isabel no me lo quito en la vida. Ni me lo quito ni quiero quitármelo.