Juan es de aceite y playa todas las tardes. Bañador paquetero y pectoral imponente. Gafas oscuras, rizos profundos y chanclas azul marino. Barba de medianoche desdibujada por mostacho poblado y arrogante. Serio, riguroso en el andar. Accede saltando el murete del paseo marítimo y da con su sitio en menos de un minuto. Enseña pierna depilada y tostada, uñas perfectas. Mira hacia los lados mientras se acomoda. Se nota que gusta.
Este año es menester, además, vigilar distancia social y Juan lo borda estableciendo puesto de control en el único punto equidistante al resto de emplazamientos. Ya sentado, pierna derecha estirada, izquierda recogida con rodilla en alto y apoyado con los brazos hacia atrás. Juan está en la playa.
Es un viejo conocido. La chica que vende bisutería aprovecha para tomar un descanso y echa un pito con Juan. Lo llama y hablan de sus cosas. De cuando venía más gente y había más libertad. Se despiden al poco, mientras Juan vuelve a su puesto y la chica se pierde a lo lejos.
El calor aprieta y el aceite alcanza considerable temperatura en la piel de Juan. De un salto, ágil, planta los dos pies en la arena y camina hacia la orilla. Sus glúteos agitan el bañador de una manera perfecta, impulsando su cuerpo. Al pasar cerca de una sombrilla, escucha cómo lo miran porque ya no hablan ni se les oye. Toda la playa se detiene a la vista de sus fornidas espaldas, que vienen a morir a una cintura estrecha y firme, capaz de sostenerlo todo en su sitio, a pesar de los embates de sus muslos al caminar.
Durante el baño, Juan, lejos de perder glamour, lo gana. Son evidentes las brazadas con las que se abre paso hasta la tercera línea de olas. Allí, donde el mar parece en calma, Juan permanece flotando sin esfuerzo y siempre tiene ocasión de charlar con alguien que se había aventurado antes que él.
Juan sale del agua con dignidad. Justo en esos instantes en los que el resto la perdemos, es capaz de mantener una vertical perfecta, perpendicular a la línea de tierra, equilibrada y armoniosa. Nadie logra vencer la línea de la orilla así, excepto él. Vuelve a su postura habitual. Si lo miras, observas cómo su cuerpo repele la arena. Advertimos que su piel se seca, gota a gota.
Sobre las ocho, Juan recoge y se marcha. No pasa por la ducha. Juan, bronceado, ni siquiera suda. Tampoco hay rastro de sal. Es el bañista perfecto. Seco y limpio, asciende por la rampa y es allí donde por fin cubre su torso con una camiseta, impoluta.
—¿Qué tal la tarde hoy, Juanito? ¿Muchos ahogados?
—¡Ninguno, madre! —le dice mientras le da un beso. —Es lo que tiene ser el socorrista más guapo de la playa ¡Que nadie se mueve de su sitio!
—¡Ay mi Juanito, que las tiene locas! —tararea madre mientras corta cebolla, repiqueteando con el cuchillo sobre la madera y moviendo la cabeza al compás.
—¡Y locos madre! ¡Y locos!