La pelota roja

Hay una pelota roja a un lado de la calle. Lleva ahí desde ayer tarde y ya no luce como cuando la ví llegar rodando, empujada por el aire éste que nos va a volver locos cualquier día. Pensé que se la habrían llevado los críos que andaban jugando hace un momento, pero no. Ahí sigue la pobre. En fin, alguien terminará cogiéndola, digo yo.

Yo tuve una pelota roja cuando era pequeño. Botaba poco y picaba mucho cuando te daban con ella uno de esos balonazos tan terribles. Ninguno nos queríamos poner de barrera en las faltas y todo porque el que las tiraba era un bruto que disfrutaba con ello, disfrutaba especialmente. Un buen día, la pelota acabó en un tejado inaccesible y no volvimos a saber nada más de ella. Jamás hubo en el equipo otro balón igual, que picara tanto. Fue una dulce pérdida, por más que el bruto la echara de menos.

La observo mientras termino de fregar los platos de la comida, asomado a la ventana. Vuelve a hacer aire pero la pelota no se mueve. Está encajada en un montoncito irregular que dibuja el asfalto de la calle y permanece allí, quieta, recibiendo toda suerte de mugre, polvo, propaganda, plásticos e incluso alguna que otra lata de refresco. Cierro el grifo y, mientras me seco las manos, soy testigo de cómo es engullida por un «mal vecino». Durante unos segundos, los dos objetos luchan. El aire los balancea de un lado a otro y se sirven del resto de elementos como arma arrojadiza. Instantes más tarde, el «mal vecino» huye cojeando debido a la herida de lata abierta que la pelota le ha causado.

Por la noche, sigue ahí. Parapetada tras el bordillo de la acera, solamente es visible una de sus caras, arañada por la batalla habida entre ella y el moribundo «mal vecino», que agoniza unos metros más adelante, al borde de la arqueta de Telefónica. Pareciera que me mira, desafiante, instándome a salir y a intentar cogerla, botarla, sacarla de su fortín. No me atrevería. Quizá mañana a la luz del día. Esta noche el aire agita la persiana y los silbidos son tan fríos que hielan el alma. Verla allí da escalofríos. Corro las cortinas y subo a acostarme. No quiero saber nada de esa pelota.

Me he despertado. Son las tres. El aire no cesa y, en principio, creo que algo se ha quedado abierto. Una puerta, una ventana, no sé. No deja de sonar. Son como golpes. No. Ya sé lo que es. Me acuerdo del bruto y de su diabólica risa. Recuerdo el picor en mis muslos enrojecidos tras ponerme en la barrera e, inmediatamente después, escuchar los botes de aquella pelota roja desvaneciéndose en el espacio-tiempo. Es lo que oigo en mitad del aire. Miro la ventana. La persiana echada no deja de recibir golpes. Puedo verla doblarse a cada impacto. Justamente después, escucho esos botes, tap, tap, tap y de nuevo, otro golpe. Es ella. Quiere entrar. No ha tenido bastante con el «mal vecino», ya fallecido. Quiere apoderarse de esta casa. Por eso lleva días aquí. No sé cómo no me di cuenta antes.

Ensangrentado, aún tengo aliento para escuchar cuando suben al dormitorio. Son tres agentes más el juez y los sanitarios. Toman fotos de las paredes, recogen muestras del suelo, de mi cuerpo, inmóvil. Mientras se llevan lo poco que queda de mí, puedo verla, justo debajo de la cama. Su color es de un rojo más vivo que ayer. Botando de manera casi imperceptible, advierto una sonrisa entre sus arañazos y me pregunto quién de vosotros será el próximo.