Luisa camina deprisa. Es tarde y hace frío. La amarillenta luz de las farolas deja entrever la mezcla de niebla y escarcha que encapota el aire, únicamente roto por el martilleo de sus tacones sobre la acera. Según versión oficial, Juan no ha podido acompañarla, aunque ella sabe, a estas alturas, que las excusas han remontado camino, dejando en la cuneta a las buenas intenciones. Así que, como no merece la pena pensar en él, Luisa aprieta el paso mientras ordena mentalmente la agenda de mañana. Así no cae en la cuenta de que camina sola a las doce y media de la noche, donde no llegan ni los taxis, ni el bus, ni el metro. Fue el precio de comprar sobre plano en un barrio prometedor que se dejó casi todo en los pliegos del Ayuntamiento.
Con las llaves en la mano, a veinte metros del portal, Luisa escucha un quejido. No se siente intimidada, ni siquiera experimenta miedo, pánico o terror. Es ayuda lo que alguien demanda, una ayuda que parece desesperada. A su derecha, medio tirado en la acera, apoyado en la pared, hay un señor, de unos cincuenta años de edad, bien vestido, con corbata azul impecable, algo despeinado por la situación, aún con su raya en el pantalón, testigo de un planchado paciente. Su mirada no está fija en Luisa. El señor emite un quejido cansino, como agotado, mientras enfoca la vista hacia algún punto del parque que debería estar frente al portal del edificio. No está borracho, ni siquiera algo bebido. No es el alcohol lo que le ha llevado hasta esta situación. El señor huele bien, Gió, cree Luisa, porque fue el regalo de las pasadas navidades para Juan. Es cuando se acerca más a él, salvando así la insignificante miopía que ha comenzado a padecer desde hace unos meses, cuando Luisa se lleva las manos a la boca, en señal de asombro.
Al mirarlo atentamente, reconoce ese traje, esa corbata, ese brillo en las entradas, simétricas, que encierran lo poco de pelo que hay sobre la cabeza. Incluso se pregunta cómo no fue capaz de reconocer el timbre de voz, aunque únicamente escuchara lamentos. Tantas veces lo ha escuchado, tantas lo ha visto gesticular en la televisión, girar la cabeza para responder y argumentar, tantas como las que lo ha escuchado a las seis y media de la mañana a través de las ondas, en los avances de las diez, en los informativos de las doce, en la sobremesa de las cuatro, en el debate de las seis, en el cierre de las ocho, en la ronda de las once, antes del deporte, en los estudios de la emisora regional, a eso de las dos de la mañana, mientras anunciaba que llegaba tarde al plató número tres de la televisión estatal.
Poco han podido hacer los sanitarios por él. Mientras la guardia urbana tomaba declaración a Luisa, una camilla cubierta, ya inerte, se lleva a Rafael Losín Gurullena. A sus cincuenta y tres años, se ha convertido en el sexto tertuliano que fallece por extremo agotamiento. Tras un minuto de silencio, sus compañeros debaten de nuevo. Quedan pocos días. Con suerte, Rafael habrá sido el último caído en este terrible año.