De lo viejo

Tengo un armario en el trabajo que es del todo encantador. Al menos debe tener unos cuarenta años y no digo que, cuando se comprara, éste fuera moderno e incluso estuviera a la moda. Funcional es, porque me permite amontonar todo aquello que ha dejado de ser interesante. Esas cosas del trabajo que tienen sus momentos y que, después, se mueren de pena en cajas y archivadores mustios. El armario está siempre callado y no se queja, a pesar de que, cada trimestre, cada ejercicio, cada lustro, le echamos más papel encima. Papel que bien podríamos reciclar, aunque entonces alguien tendría la tentación de echar el armario también al punto limpio, sin contemplación alguna.

Lola se ha pasado por aquí y me ha dicho que mañana vendrán a llevárselo. La dirección ha adquirido mobiliario nuevo, todo de una misma línea de un famoso hipermercado del mueble que hay en un polígono cercano. Me ha pedido que lo vacíe y que, aquello que no sea interesante o relevante, lo tire. Le he preguntado cómo son los muebles nuevos y me he metido corriendo en Internet a mirarlos. Son nuevos y blancos y extremadamente funcionales. Pero no tienen alma; al menos yo no se la veo. A buen seguro, todos los AZ cogerán en ellos pero, siempre hay un pero. ¿Dónde irá mi armario diabólico? ¿No me lo puedo quedar? Lleva conmigo toda la vida en esta empresa y tiene en sus cristales unos dibujos de mis hijos que hicieron cuando eran pequeños. Tal vez en casa pueda pegar con algo, aunque sea en la terraza, para guardar platos o destornilladores. Necesito un sitio para guardar la radial y otro para las sierras y los palustres. Si lo tuviera en casa, me acordaría de todos estos años en el trabajo y de las charlas con muchos que ya no están y con tantos que siguen estando. Dudo que el nuevo armario me sugiera algo más que funcionalidad. Las cosas viejas, que nos tienen hartos hasta que se marchan. Se van a la basura o al punto limpio, aunque siempre nos quedamos con algo de ellas en el recuerdo.