—¡Y veinte!
Abrí los ojos, dispuesto a encontrar a todos y cada uno de mis compañeros de clase. Don Matías nos había dado permiso para jugar un rato al escondite, mientras se echaba la siesta.
—¡No salgáis del parque! —nos gritó al tiempo que se acomodaba en el sofá de la estación. En media hora abriría el museo y, tras la visita, volveríamos a casa, dando por finalizada la excursión.
Abrí los ojos y los vi. Delante de mí, a unos tres metros de altura, todos pendían, ahorcados, de una rama. Sus ojos estaban vendados y sus bocas, mudas, completamente abiertas. Quise gritar, pero algo lo impidió. Una mano, helada, presionó mi garganta sin hacerme daño. Reconocí aquel olor enseguida. Don Matías me giró hacia él y pude verlo haciéndome la señal de silencio. Aterrado, miraba al resto de la clase, colgada de los árboles. Comenzamos a caminar hacia atrás, sin separar la vista de ellos. El viento mecía sus cuerpos como péndulos, marcando un siniestro compás de espera. Pensé que, cuando dejaran de balancearse, sería mi turno. Cerré de nuevo los ojos y corrí. Don Matías se quedó atrás, mirándolos. Cuando regresé con la policía, ya los acompañaba.