Se fue la luz justo cuando alguien entraba en casa para asaltarme. Incapaz de recordar dónde había dejado el móvil, sólo me dio tiempo a esconderme dentro de la ducha. Mientras escuchaba cómo revolvía todas mis cosas, madre me llamaba al teléfono para preguntar si aquí también estábamos a oscuras. Dejó de buscar y sus pasos se dirigieron hacia el recibidor. Allí tiré el móvil (ahora lo recuerdo), justo al llegar, cargada de bolsas del súper. Madre insistía y el silencio, ese mismo que lo ocupaba todo, entre tono y tono, era aterrador. Mi agresor, además de invadir lo que para cualquiera es sagrado, escudriña la imagen de madre, inmóvil en la pantalla. Aquella foto se tomó en su último cumpleaños. Por fin, deja de sonar, pero regresa arriba. Se halla a unos dos metros de mí, sacándolo todo de los cajones. Madre es terca y se ha acercado a casa. Está en la puerta, aporreándola, diciéndome que abra. Se queda quieto. Piensa y, un segundo más tarde, baja con sigilo. Ahora está mucho más cerca de ella. Tan sólo el espesor de la madera los separa. Valora si abrir y empujarla hacia el interior. Agredirla, tal vez matarla u obligarla a confesar dónde tengo algo de valor. Salgo de la ducha hacia las escaleras. Lo veo dudando. Su mano se acerca al picaporte mientras madre no deja de llamar con sus nudillos. Va a abrir. Ya casi está. Concentrado en hacerlo rápido, no se percata de mi presencia, a un metro exacto de sus espaldas. Lo golpeo con el jarrón que trajimos de Indonesia. Madre está asustada, pero acierta a detener la secuencia de golpes que propino al intruso. Estoy ida. Casi acabo con él. Sólo se fue la luz un instante