Un árbol, pongamos uno cualquiera. Un árbol, crece. Mientras lo hace, el aire, cualquiera también, el que no es ni tuyo ni suyo (ni mío tampoco), ése mismo, mueve sus hojas.
Incluso puede, el aire, mover al árbol en sí, desplazarlo de su vertical, retorcerlo como si quisiera acabar con él. A pesar de ello, no detiene su lento ascenso, que es determinado.
No impide la extensión de sus ramas. No lo hace por benevolencia ni arrastrado por la compasión; el aire no puede llegar a tal punto sin quebrarlo; el aire es listo y sabe lo que hace.
Los árboles no tienen cabeza ni corazón. Mueren, tarde o temprano, en el mismo lugar.