—¡Miguel! —me llama mi mujer, que está viendo la televisión en el salón.
—¡Dime! ¡Estoy en la cochera limpiando las bicis! —(no oigo nada)
Como no nos escuchamos, dejo las cosas y voy a ver qué quiere. Y me cuenta que tenemos que empezar la desescalada.
—¿Eso qué es, niña? —le pregunto, mientras ella no hace más que mirarme las manos de grasa.
—¡Pues eso! ¡La desescalada! ¡Prepararnos para salir a la calle!
Los ojos se me abren de golpe —entonces ¿tenemos que salir? —apenas puedo seguir preguntando.
—¡Mira que eres tonto, Miguel! La desescalada vendrá dentro de tres semanas, cuando se acabe el confinamiento.
—¡Ah! Ya. Bueno, me vuelvo con las bicis —le digo, señalándome las manos.
Ahora resulta que tenemos que desescalar. Antes de que todo esto comenzara, mi mujer y yo apenas nos dirigíamos la palabra. Y cuando lo hacíamos, acabábamos discutiendo. El día que decretaban el estado de alarma, estábamos a punto de irnos cada uno por nuestro lado ¡Y cómo nos han cambiado estos días! Ella es mucho más amable ahora y yo sólo pienso en estar a su lado. Las tardes las dedicamos a sentarnos juntos y hablamos de lo que hemos pasado durante todos estos años. Ya no son sólo recuerdos, ni siquiera el hecho de contarnos cosas. Nos miramos y sabemos que nos tenemos. De alguna manera, este virus nos ha unido y hemos vuelto a enamorarnos. Sí, sin aquella pasión de entonces (sería estupendo), pero con el respeto que se guardan dos viejos enemigos que, en el fondo, no saben vivir el uno sin el otro porque se admiran profundamente. Los niños hace tiempo que no están. Cuando se fueron, nos dejaron solos y no fuimos capaces de acordarnos cómo éramos antes de que llegaran. Nos entró el pánico y nos distanciamos. Ahora, dice María que hay que iniciar la desescalada.
—¡Niña! ¿Tú estás segura de que hay que desescalar?