La firma

Habíamos logrado vender la casa. Hubo un instante, al firmar en notaría, en el que nuestras miradas se cruzaron. No sé lo que fue. Tal vez, el poco cariño que aún podía rascarse, el alivio financiero o la condescendencia que aflora cuando los problemas compartidos se solucionan. No duró mucho. A la salida, ni nos despedimos. Por fin podíamos avanzar por esos caminos opuestos que habíamos trazado meses antes, cuando lo evidente ya era lo único compartido.

Salí del aparcamiento con el fracaso como copiloto. En el tercer semáforo, abrí la puerta y, de una patada, lo empujé. Pude verlo por el retrovisor, mordiendo el polvo, mirándome mientras lo dejaba atrás. Pisé el acelerador. Al llegar al apartamento, dejé las llaves puestas por dentro. El sofá, demasiado cerca de la tele, estaba vencido. Supe, entonces, que no era el primero en creer que sólo era cuestión de firmar.

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