El profesor se quedó sin tiza justo en el momento en el que lo ametrallaban a preguntas. Parapetado tras la mesa, escuchaba el silbido de las cuestiones que pasaban a escasos centímetros de su cabeza. Tan asustado estaba que no conseguía abrir los ojos y tanteaba con las manos el suelo, en busca de lo único que podría contrarrestar aquel incesante tiroteo.
Encontró un pequeño trozo junto a la pata noroeste. Menos es nada, pensó, calibrando en cuestión de segundos que, con él, podría resolver, al menos, tres dudas y una reflexión. Debía intentarlo, así que procuró calmarse y contar las oleadas de preguntas que impactaban en la pizarra. Uno, dos, tres, ¡ahora!
Aprovechando esos segundos de recarga, el profesor se levantó de un brinco y capturó la última interrogante disparada. Antes de que dejara de tener sentido, la enlazó con el fragmento de tiza y comenzó a resolverla. Los alumnos concederían un alto el fuego, aguardando su explicación.
El profesor sabía que no disponía de mucho material, pues la tiza se hallaba fragmentada y su longitud era tan escasa que corría el riesgo de perderla entre los dedos. Sin embargo, las ecuaciones, símbolos, letras, frases, flechas, conjuntos, líneas y asociaciones trazadas con ella, detuvieron el ataque. El estruendo que generó tanta confusión, minutos antes, dejó paso a un silencio que no era otra cosa que la propia expresión del respeto.
El profesor sólo había necesitado un instante de arrojo y un maltrecho trozo blanco de yeso y carbonato de calcio. Con él se sintió invencible, aunque, al terminar la explicación, no quedaba más que polvo entre sus dedos. Aquellos minerales habían escapado de sus manos para adherirse al pizarrón, llevándose consigo su pensamiento. Miró las manos blancas, alzó la vista al techo y supo que ya no tenía miedo. Se dio la vuelta y exclamó:
—¡Más preguntas!