Termina el verano de los viajes cortos, de las selectas y reducidas compañías, de las cañas justas, de las barbacoas responsables. Vacaciones agradecidas en las que descubrir particulares lugares que nos habían sido vetados y que ahora, gracias a la pandemia, hemos podido apreciar. Una calibrada mesura nos ha conducido durante un mes de agosto distinto. O de julio. O de ambos.
Se estaba a gusto. Había menos gente. Los cubatas, buenísimos. Todo barato. Muy amables. Un sitio precioso. Hemos tenido suerte. Unos días, pero, ¡qué días! Tranquilidad, que era lo que buscábamos, después de todo aquel maldito estrés. No lo conocía y estábamos al lado. Siempre con la mascarilla. No, sólo salíamos durante el día. A nosotros, que no nos va el ocio nocturno, nos encantó el contacto con la naturaleza. Hemos aprendido multitud de cosas. Lo mejor, tener por fin unas vacaciones para ti.
El verano de la cultura, del sosiego, del buen hacer. El verano del trabajo interior, del necesario exilio para los escarceos amorosos. El verano de la pulcritud, del cálculo, del temor y la prudencia de Damocles. El verano que estaba esperando y que, por culpa de la vieja normalidad, nunca pude disfrutar.