el tren

Aquel tren se había detenido a unos trescientos metros. Segundos antes, había hecho sonar su bocina para avisar de su presencia. Fue cuando comenzó a perder velocidad, quedando inmóvil a la altura del paso a nivel. Se trataba de un automotor diesel S-594, el modelo con el que papá se jubilaría como maquinista, unos años antes. Sus cuatro motores, parados, producían un silencio aterrador. Un tren varado en mitad de la nada, quieto, sin movimiento alguno de personas, sólo anticipaba algo terrible. No pude ver a ningún viajero tras las ventanillas y las puertas, todas, estaban cerradas. Únicamente podían escucharse mis pasos acercarse a la altura del coche motor I.

Media hora antes, yo había decidido salir a correr, como era habitual, bordeando la vía, sin llegar a cruzarla en ningún momento. Normalmente no me encontraba con nadie, a excepción de algún tractor o, en ocasiones, un rebaño de ovejas. Poco más. Esa tarde corría un aire desapacible y debía de haberme dado cuenta de ello. A la postre, resultaría premonitorio, aunque ya era tarde para pensar en ello. Delante del tren, inmóvil, sentí miedo por primera vez. Parecía vacío, aunque era del todo imposible, pues acababa de rebasarme apenas unos minutos antes. Alcancé, por fin, la cabeza del convoy. Conocía bien esa parte del tren y sabía dónde tenía que mirar.

A pesar de ello, el sol, a punto de esconderse tras una colina, no me permitía ver con claridad. Me puse la mano en la frente, a modo de visera y entonces lo vi. Papá estaba a los mandos, ocupando su antiguo puesto

—Papá está muerto, —me dijo, desde el sillón más cercano a la chimenea. Su piel había perdido el color.

—Lo sé, —respondí, —pero era él. Incluso llevaba el antiguo uniforme. Estaba solo y parecía ocupado con el mapa de ruta.

—¿Qué hiciste? —preguntó, casi interrumpiéndome.

—Retrocedí unos pasos. Quería estar equivocado. Me acerqué a uno de los coches para mirar a través de las ventanillas de nuevo y pude comprobar que, efectivamente, no había nadie. Bueno, no sé. Parecía no haber nadie. De repente, la bocina volvió a sonar y el tren comenzó a moverse, alejándose en pocos segundos. Me fue imposible alcanzar la locomotora. No pude volver a correr, así que he regresado caminando, intentando convencerme de que lo he soñado.

Tenía la mirada perdida en el fuego. Supongo que, mientras escuchaba mis palabras, recordaba a papá. Hacía años que se había marchado. Apartó la vista de la chimenea para dirigirse a mí.

—Papá está muerto, —sentenció. —Se tiró a las vías al paso de un mercancías S-251. Tenías una maqueta de esa locomotora en tu habitación, de color amarillo ¿recuerdas?

—Sí, pero era papá. Sé lo que vi.

Al cabo de una semana, decidí retomar el recorrido. El gps marcaba un ritmo de 4:45 minutos el kilómetro, corría con el aire a favor y la vía estaba, como casi siempre, desierta. Durante los primeros cinco mil metros, recordé cómo era nuestra vida con papá, cuando pasaba días con nosotros. Después, se haría viejo y comenzaría a alejarse, cada vez más. Nunca supimos por qué lo hizo. Era difícil hablar con él.

Justo en el quinto kilómetro, a punto de dar la vuelta, es cuando puede verse la estación. Otro S-594 la abandonaba, en dirección hacia mí. Ya camino de casa, corriendo cada vez más rápido, volví a escuchar la bocina. En esta ocasión, el tren no se detuvo y, al alcanzarme, pude ver las siluetas de los pasajeros, tras el cristal. Sentí alivio cuando desapareció en el horizonte. Llegué a casa, veintitrés minutos después.

—¿Lo has visto hoy? —me preguntó con la mirada puesta en el fuego, sentada frente a la chimenea.

—Vi el mismo tren, pero este llevaba pasajeros. Todo normal.

—Pues era papá quien conducía. Lo vi mientras esperaba en el paso a nivel.

En ese momento recordé. Ella era la mujer que parecía estar parada al borde la vía y que se marchó cuando el tren pasó de largo. Pregunté:

—¿Y el resto de pasajeros que iba en el tren?

—Son los que han muerto esta semana. Papá los conducía hacia su nuevo destino.