Acostado en tres sillas estaba Dionisio. La boda de su hija daba sus últimos coletazos. Su yerno, casi en calzoncillos, con la corbata a lo sandokan, bebiendo alhambras de las verdes de un sólo trago. La recién casada, su hija, sentada en la mesa de los novios, llorando, abrazada a su hermana. Los amigos que aún quedaban solteros, a punto de ahogarse en la piscina infantil de bolas y el chófer del último autobús, de ligoteo con su mujer.
—¡Vaya la que se ha cogido tu marido! —le decía, arrimándose a la oreja y haciendo ademán de cogerla por la cintura.
—¡Pues esta noche ha aguantado! Normalmente, está sopa antes de la cena —pensaba ella para sus adentros mientras se retiraba un poco. Él, Santiago, apuraba la última calada del cigarro y la miraba de arriba a abajo, con media sonrisa, deseándola. De reojo, ambos comprobaban que nadie de los que allí quedaban reparaba en ellos. A decir verdad, a esas horas, cada mesa se había convertido en un minúsculo universo, aislado del resto.
—¿Y qué te parece si algún día voy a buscarte y te vienes conmigo? —susurró Santiago muy cerca de su cuello.
Mónica no quiso esperar a ningún día. En realidad no esperaba nada porque ya estaba cansada de la vida tal y como había resultado. Miró a Santiago fijamente y lo besó, pegándose a él como si estuviesen solos. Él se tambaleó un poco al principio. En un rincón del salón de bodas, hicieron el amor sobre una silla, el uno encima del otro, sin que nadie lo advirtiera. Después, Santiago los llevó de vuelta a la plaza de la iglesia. A todos sin excepción, también a Dionisio.
—¿La niña se fue contenta? —preguntó Dionisio al levantarse.
—Mucho —respondió Mónica desde la otra cama. —Se pasó la última parte de la noche hablando con su hermana, sin parar de llorar —añadió emocionada.
—¡Cómo sois las mujeres! El día más feliz de vuestra vida y os ponéis a llorar. Bueno, si tú dices que estaba contenta, a mí… me basta ¿A qué hora se terminó?
—Cuando tu yerno se acabó las pocas alhambras que te habías dejado. Nos volvimos todos en el último autobús. Sobre las siete de la mañana.
—¡Menudos trabajos hay por ahí! Pobre chófer ¡toda la noche aguantando borrachos y sin poder tomarse una copa! —sentenció Dionisio con mal cuerpo.
Mónica recordó las manos de Santiago sobre su cuerpo. Aún seguía acostada en la cama, con la mirada perdida en algún punto de la pared. Dionisio, a punto de entrar en el baño, se dio la vuelta y vio su cuerpo medio desnudo. Sus hombros, sus brazos. Por un momento creyó verla amando a otro hombre, de espaldas a él. Ese pensamiento se desvaneció enseguida. Un fuerte ardor de estómago lo devolvió al mundo real.
—Voy a tomarme una pastilla —dijo Dionisio dándose la vuelta, sin saber realmente por qué sus resacas habían cambiado. Él seguía siendo fiel a su marca de siempre. Sin embargo, esta mañana no podía reconocer un dolor que parecía ahogarle. Y no. No era el ardor.