Hay en mi casa una colección de platos huérfanos. Dicho así, suena contraproducente. No parece posible hablar, a la vez, de colección y de orfandad. Aunque en sí, lo son. Y no les queda más remedio que juntarse unos con otros. Está el verde translúcido, que se creía tan moderno cuando vino a sustituir a los de loza vieja. Alguno de esos también quedan. Los más modernos, tan escrupulosamente finos, sufren desprendimientos parciales a poco que se golpeen. Quedan afilados y son peligrosos. Se ríen de los que venían tatuados con una línea para avisar de lo evidente, la proximidad del borde (¿qué sería de un plato sin borde?)
Todos así juntos, recién fregados y dispuestos en el escurridor alto, ocultos tras unas puertas que nunca han querido cerrar bien. Las abres y los ves. Piensas.
—¡Dios mío! ¿cuál cojo ahora? Mira cómo tiemblan.
Son los platos de toda una vida. Ve a la cocina y míralos. Si crees que no te queda ninguno, busca en el fondo de algún armario bajo. Solemos desterrarlos a las mazmorras, condenándolos a usos gruesos. Sí. Resulta grosero para cualquier plato encargarse de la harina de rebozar el pescado. Ahora que lo has encontrado, sabrás exactamente qué comida solías despacharte gracias a él. Tal vez lentejas o, simplemente, fruta lavada.
Sigo embelesado con las puertas abiertas. Ahora los recuerdo. El verde, para la pasta, la loza iba con el cocido, los finos a las papas y huevos. Y los de líneas, imprescindibles si cenabas filete empanado. Sí, ellos eran los de las cenas.
Menuda colección de platos, cada uno de su madre y de su padre, de su comida, de su época, de tu vida. Justo ahora que procuramos conjuntar una mascarilla con el color de ojos, voy y abro el armario a la voz de
—¡Saca un plato para el huevo!
¡Poco nos pasa!