Desde aquel agujero, que parecía sostenido por la misma oscuridad que lo engendraba, caían sin cesar cuerpos muertos. Cuando comenzó, era difícil distinguirlos, pues lo hacían triturados. Más tarde podrían reconocerse algunas partes de los mismos.
El proceso se asemejaba a un lento goteo que, de insistente que era, casi llegó a convertirse en un continuo de carne y líquidos que chorreaba por las paredes, tras ser arrojados hacia abajo desde el orificio.
La superficie, atestada de restos, sufría un movimiento incesante, contribuyendo a mezclarlos. Mientras, el nivel aumentaba pues no dejaban de incorporarse a la asquerosa pasta nuevos elementos, algunos de ellos ya casi enteros.
Al cabo de una hora, podía rozarse la abertura que, minutos antes, se antojaba inalcanzable. La masa amontonada pronto la cegaría. Al menos así, dejaría de verterse a través de ella más materia. De pronto, momentáneamente, todo se calmó. Pero fue un segundo.
Los movimientos se harían más lentos y el suelo (que debía quedar muy por debajo de toda aquella amalgama) producía enormes temblores que volvían a entremezclarlo todo, acercando las paredes entre sí de manera violenta. Por un instante, incluso, pareció que el orificio volvía a abrirse, no para recibir una nueva incorporación, sino para proporcionar una salida a una presión insostenible. Sin embargo, como un suspiro, desaparecía en la oscuridad, cerrando el paso al caldo descompuesto que comenzaba a producir reacciones que podrían calificarse de asombrosas.
El olor se tornó nauseabundo. Con el paso de las oleadas que batían la mezcla, se intensificó. En una de ellas, la más fuerte, la abertura apareció donde debería estar el cielo, orientada hacia el oeste. Blanca y enorme, dejaría pasar la luz suficiente como para apreciar un líquido de color verde ocre, embadurnándolo todo, incluso las paredes, móviles y estresadas. Dantesco.
Quizá ese fue el pico. A partir de entonces, iría perdiendo intensidad. Hasta que apareció, por fin, una calma inestable que necesita descanso porque, dentro de ella, aún existe la posibilidad de dejar de serlo. Había que esperar.
—Te has levantado tarde ¿fuiste anoche de cena?
—Sí. Y me pasé.
—Tuvo que ser gorda ¡Menuda cara de empacho tienes!