Taburetes de giro infinito eran los de los bares de antaño. Con su chasis de aluminio, perfecto equilibrio sobre eje, a prueba de balanceo. Acolchado y revestido en cuero burdeos, el asiento casaba perfectamente con tu pequeño cuerpo, permitiéndote llegar a la barra y ser, por un día, el cliente más importante. Justo cuando madre y padre le decían al señor de la camisa blanca:
—Para el niño, un biter kas.
La bebida tenía lo suyo, pero llevaba tapa (la Pepsi no y la fanta, tampoco). Y entre giro y giro, dabas cuenta y en la memoria de largo plazo se acababa quedando el olor de aquellos bares, de aquellas barras, de la plancha y del señor con camisa blanca que tan bien cantaba las comandas.
—¡Dame pincho, jibia, tabernero y lomo!