dispuesta

Suelo morderme la lengua. No me refiero a la virtud que poseen algunas personas, adecuadamente formadas, para encontrar el momento oportuno en el que rebatir las opiniones de sus interlocutores. La razón es más primitiva, obedeciendo a un desencaje temporal de mi mandíbula, provocado por alguna zona oscura de mi cerebro, situación que, a día de hoy, no cuenta con solución médica.

Me ocurre al comer productos exóticos. También en el momento de realizar trabajos manuales, ya sea al recortar un trozo de papel con unas tijeras o cuando señalo, en la pared, el lugar donde irá el retrato de los sobrinos. Incluso al caminar descalzo por la playa, escribir un nuevo relato o mirar a alguien a los ojos. A alguien que me gusta, claro está.

Y sucede que tú me gustas mucho. Es por eso por lo que te parezco un idiota. El único idiota que has conocido en tu vida que no te mira. Mejor así, pienso para mis adentros, porque si lo hiciera, sería desagradable. No hablo de dolor físico, pues mi lengua está acostumbrada a los cortes. Me refiero a la sangre. Esa sí que sigue brotando cada vez que ocurre, a pesar de mis intentos por detenerla.

Ya te he dicho que, debido a la costumbre, no me duele. Los nervios de esa zona están muertos de miedo, pues no todos los días se enfrenta uno a un incisivo gigante. Peor aún, a un premolar o a los despiadados colmillos. No ayuda tampoco el hecho de que mi sentido del olfato haya determinado que el olor a sangre es tan común que no merece la pena alertarme de su presencia. Como resultado, soy consciente de ello cuando esta comienza a resbalar por mi barbilla.

Me ha pasado antes pues entenderás que no eres la única persona que me ha gustado. No dura mucho, eso sí, pues uno tiene su orgullo y el enamoramiento, como tantas otras cosas de la vida, acaba desvaneciéndose. Podría hablarte si no me gustaras, incluso mirarte fijamente a los ojos. Claro que, entonces, supongo que no te interesaría y pasaría de idiota a pesado. Prefiero lo primero. Lo segundo es lo último que le desearía a alguien.

—Eres un idiota ¿Crees que los demás no tenemos problemas? —me preguntas, con los brazos en jarra y con ese vestido que me vuelve loco, mientras sé que me estás mirando y no acierto a mantener mis dientes apretados, concentrado en advertir el sabor metálico que me haría parecer un monstruo.

No puedo hablar. Ni siquiera alzar la vista. En mitad de la acera, con el frío que hace, mientras los compañeros del trabajo salen corriendo hacia sus casas para celebrar la Nochebuena, tú y yo, pasmados, a un metro y medio de distancia, esperando ¿a qué? Si esto no tiene sentido. Si esto no va a funcionar.

—¡Claro que va a funcionar! ¡Mírame! ¡No niegues con la cabeza! ¡Mírame!

No hace falta que lo haga. Debo haberme practicado, al menos, tres o cuatro cortes y sé que habrá más si levanto la vista y vuelvo a verla, esta vez tan cerca. Se ha quitado la mascarilla y sus manos abrazan mis mejillas. Jamás nadie me ha besado así, como ahora lo haces tú.

Empapada en sangre, pareces un caníbal. Debe de encantarte pues sonríes y, entre beso y beso, te relames. Tus manos continúan en mis mejillas y estás más cerca de lo que cualquier persona haya estado nunca. Te he puesto perdida. Ese vestido no lo merecía ¿De verdad estás dispuesta a esto?

—Aunque pueda parecer una contradicción para el resto del mundo, no lo estaré el día en que no te muerdas la lengua por mí.