el ojo

Mi vecino solía espiarme a través de los setos. Lo descubrí un día, mientras los cortaba, al ver uno de sus ojos camuflado entre las ramas. Sobresaltada, paré el cortasetos. Eso lo asustó. Pude advertir cómo parpadeaba, haciendo desaparecer el ojo durante un segundo. Sólo ese tiempo. Enseguida volví a verlo. Inmóvil.

En ese momento, lo imaginé en cuclillas, confiado. Dejé la máquina en el suelo y acerqué mi ojo al suyo, al tiempo que prestaba atención a cualquier sonido. Escuché sus rodillas al flaquear. Sabía que esas ridículas piernas iban a desfallecer tarde o temprano en su intento de sostener los más de cien kilos que desafiaban a una gravedad inmisericorde (con todos, sí, pero con él más aún).

—¡Eres un cerdo! —dije para mí (en voz alta) sin quitar mi ojo del suyo (apenas a diez centímetros el uno del otro).

Volví a ver el parpadeo. Esta vez, doble. Estaba segura de que el sudor recorría su frente, resbalándole por la mejilla, acelerándose en su descenso hacia la papada para gotear finalmente sobre esas rodillas, casi lisiadas. No contestó.

Me retiré y arranqué el motor, pero antes de hacerlo grité —¡Ahora verás!

—Les juro que no pretendía hacerle daño. Sólo asustarlo ¡Cómo iba yo a imaginar que se pondría de pie! ¡Tienen que creerme! —supliqué desde la silla desde la que me tomaba declaración el juez. —¡Fue un accidente!

Por fortuna, a cada puerco le viene su San Martín y a quien no mata puerco no le dan morcilla. Como veredicto, no culpable. Y eso que, en mi afán de igualar los setos por arriba y dejarlos justo a media altura, degollé al psicópata de mi vecino con una máquina a la que le suele costar llevarse las ramas gruesas. ¡Qué curioso! Nunca hubiera imaginado que su carne sería tan tierna.

Los setos los he dejado crecer hasta los dos metros de altura. De esta manera me ahorro cortarlos durante un tiempo y, de paso, evito tentaciones. Reincidir ya no me saldría tan barato. Seguro.

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