¿Qué ocurriría en un mundo donde todo fuera realmente mal? Donde nada funcionara correctamente, donde nadie se saludara por la calle, donde todos se pegaran y se escupieran a la cara. Donde la muerte nos tocara a todos más pronto que tarde, donde no hubiera amor ni buenas palabras. Un mundo donde únicamente las cosas fueran como algunos dicen que tienen que ser. Un mundo regido por los dictados de los envidiosos que no pueden soportar el éxito ajeno, la alegría colectiva y lo que más ansían tener, aunque lo nieguen: la generosidad.
Sería un mundo asqueroso, donde solamente ellos dictaran las normas y expresaran qué está bien y qué está mal, qué se puede hacer y decir y qué no es lícito mirar. En ese mundo, sin lugar para la reconciliación ni para el abrazo sincero, yo no quiero estar. No quiero estar porque detesto la envidia. No quiero estar porque admiro que otros mejores que yo, mucho mejores que yo, hagan cosas buenas por los demás, por cualquier razón, porque les da la gana, porque sí. Son esas personas las que evitan que el mundo derive hacia lo que los envidiosos desean: un mundo asqueroso.
Creen los envidiosos que ellos dominarían ese mundo, presentándose como los salvadores de una sociedad a la que nunca amaron, porque son incapaces de amar nada, ni siquiera a ellos mismos. Menos mal que el mundo asqueroso es tan imposible como la tierra plana y tan ficticio como los siete reinos. Un mundo dominado por ellos, los abyectos, tan fatalmente arrogantes que creen poseer una sabiduría equivalente a la suma de millones de seres humanos. Nos quieren indolentes.
A esos abyectos, es necesario donarles algo de humanidad y restarles esa fatal arrogancia que arrastran sin ser conscientes de ella.