Cinco duros

Recuerdo que, cuando era joven, había cabinas de teléfono en las calles. No eran como las de las películas americanas, en las que el protagonista únicamente necesitaba depositar en su ranura una moneda y podía llamar a cualquier sitio del país y hablar durante el tiempo necesario. Debía de ser porque todos los números comenzaban por el famoso 555. Aquí no. En primer lugar, tenías que tener como mínimo 25 pesetas o su equivalente, 5 duros. En segundo lugar, nada, absolutamente nada, podía indicarte por qué tus cinco duros solo daban para decir eso de ¿Se puede poner Maria? Era entonces cuando escuchabas ese pitido maldito que anunciaba el fin del crédito. De manera agónica, buscabas otros cinco en los bolsillos del pantalón, pero ya era demasiado tarde. Una vez conocí a alguien que los logró extraer y casi insertarlos en la ranura. La mayoría escuchábamos, inmediatamente, ese sonido metálico que cerraba la comunicación. Más tarde, llegarían las consecuencias. No me llamaste; decidí cambiar de planes a última hora; esperé toda la tarde una llamada tuya. Y así pasarían aquellos años. El fin de las cabinas fue el fin de muchas desdichas. Asistimos con euforia al desmantelamiento de la última cabina del barrio. Por fin se hacía justicia. Cuántas nuevas oportunidades segaron aquellos pitidos, inmisericordes, fríos, autómatas. Pensamos que, por fin, todo aquello había terminado. Qué equivocados estábamos. Hemos pasado de las cabinas a quedarnos sin batería. Y encima, sin pitidos ni cinco duros.