Se han disfrazado todos de personas amables, pero a mí no me engañan. Saludan cortésmente, fingen interesarse por mí, me ayudan a subir el escalón y preguntan por mis nietos, a quienes no conozco. Casi no tengo dinero y ningún bien que legar. Tuve una casa que perdí en una timba, de mozo, cuando tenía mala cabeza. Después, se me arregló sola sin que nadie me ayudara y me fui a vivir con Francisca. Tenía un cortijo en el campo y me hizo sitio. Yo le arreglaba las cosas y ella me miraba bien. Pero se murió hace un mes y sus hijos me echaron de allí con buen criterio. Yo no soy nadie ahora y el terreno hay que venderlo, que no dan los sueldos para casi nada.
Le he preguntado al señor del mostrador la causa de tanta condescendencia. Antes de que me responda, le he advertido. No soy ningún tonto a pesar de mi aspecto. Sólo un viejo que viene a por los pocos cuartos que le ingresaron sus hijos ayer, cuando se enteraron que vivo en la calle. No sabían lo de la Paca. Claro, si nunca llamo. Ellos tampoco.
Doscientos euros me ha dado el tipo. Estirado y limpio, aunque viejo también. Menos que yo, pero mayor para sentarse tras un cristal, por muy moderno que se vista. Dice que está para ayudarme y que vuelva pronto. Si ya no tengo más dineros para qué voy a regresar. Me escama tanta elegancia, sobre todo porque a la joven que iba tras de mí no la ha atendido. Le ha dicho que para eso estaba el cajero, que es nuevo y permite ingresos.
Al salir me he visto en el cartel del banco. Me falta un diente de toda la vida, pero son los ojos lo que les gustó de mí. Esos ojos verdes que siempre han atendido con desconfianza. Menos a la Paca, que la miré siempre como ella quería. Pobre, se murió sola mientras estos me hacían las fotos para la campaña. Ahora a los viejos nos atienden en las oficinas y nos vuelven a actualizar las cartillas en persona. Porque se han hecho responsables. Socialmente responsables, me decía la jefa del estirado y limpio que acaba de soltarme los dos de cien.
Fue la Francisca la que me convenció para que pusiera esos ojos y me retrataran. Y como yo la quería mucho, que fue ella la que me acogió cuando iba con una mano delante y otra detrás, quise que se llevara las ganancias y las disfrutáramos juntos en el cortijo. Yo no sabía que se iba a morir. Qué pena, para lo que nos ha servido lo de la Responsabilidad Social Corporativa. Bien mirado, para sus hijos, que los sueldos de ahora ya no dan para casi nada.