Amén

Se lo encontraron muerto en el baño. Una mala noche, dijeron. Su mujer confesó que dormía mal, por lo que solía levantarse tres o cuatro veces de madrugada. A ella le molestaba tanto traqueteo, aunque había terminado por acostumbrarse con los años. Aquella noche tampoco se extrañaría. Él permanecía una media hora encerrado, sin que se supiera a ciencia cierta qué ocurría allí dentro. Mucho menos quiso ella ninguna noche desvelarse para preguntar. Ya vendrá, pensaba, si llegaba a despertarse. Dicen que escribía sentado en el borde de la bañera hasta que se le quedaba el culo helado, más aún que la sesera. Esa noche debió de hilar algunas líneas, pues el móvil descansaba en la mano del cadáver, con la linterna encendida y la pantalla desbloqueada, mostrando la mitad de un párrafo en el que podía leerse que le agotaba escribir a deshoras y dormir sólo, mientras los demás vivían. Había resbalado hacia atrás, quedando su cuerpo inerte, hundido en la bañera, con las piernas estiradas hacia arriba. Lo encontró de esa guisa su mujer, cuando atinó a abrir los ojos, ya sentada en la taza, con la primera micción, de buena mañana. Se la han llevado al hospital para sedarla, a riesgo de coger el covid. Mientras, los del servicio funerario esperan a que el rigor mortis dé su permiso y relaje esas piernas, porque el escritor del baño, precipitado en la bañera por balancearse inspirado, aún no ha dicho su última palabra. Y es que peores relatos han resucitado. Amén.

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