Los domingos

En su infancia, fueron aquellos días de juegos al sol de las doce. En la plaza, el sonido de las campanas y la luz brindaban al aire un frescor de libertad que colmaba sus ilusiones. Entre juegos y chucherías, parecía el tiempo más feliz de su vida y fue durante los domingos donde aquel lugar se iría convirtiendo en el decorado cambiante que le acompañaría a lo largo de los años. No eran pocas las ocasiones en las que, al visitar la plaza, recordaba aquellas carreras de un lado a otro envueltas en la algarabía de todos los que allí se encontraban después de cumplir con los desayunos, los mayores y la misa.

Con el tiempo, los domingos fueron cambiando, aunque no perdieron su lugar en la semana. Seguía siendo su día, aquel en el que se encontraba consigo y en el que tenía la sensación de que cada instante era suyo y de nadie más. Y de una u otra manera, así los vivió siempre, para sí.

Al terminar el domingo, antes de dormir, supo que las cosas importantes no habían cambiado. Los domingos continuaban teniendo ese sol y los disfrutaba con quienes realmente le hacían feliz.

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