Preparó las camas para los invitados. Se habían presentado de imprevisto y, a pesar de ello, no perdió la sonrisa. La soledad buscada también tenía sus días malos así que no dudó en insistir para que durmieran allí aquella noche. Después de todo, la cena había sido copiosa y todos bebieron vino en suficientes cantidades como para aceptar el ofrecimiento de Elisa.
Mientras subían hacia las habitaciones, ella se quedó recogiendo las tazas con las que habían puesto punto y final a la conversación. Tras los escalones, un distribuidor amplio daba paso a las estancias. A la izquierda, para Raúl y María; a la derecha, dormirían José y Verónica. Frente a ellos, Elisa, justo en mitad de los dos matrimonios.
La escuchó subir despacio, cansada. Para entonces, Raúl ya estaba dormido y hacía unos minutos que los otros habían dejado de reír. Le sorprendió que no entrara directamente en su habitación. En lugar de hacerlo, Elisa se había quedado quieta en mitad del distribuidor. María dudó por un instante; tal vez ya estaba acostada y ella no lo había escuchado. Pero supo enseguida que seguía allí, de pie. Podía percibirla escuchando, muy cerca de su puerta. Por fin, tras unos instantes, Elisa entró en su alcoba y se acostó. Nada más se escuchaba.
María lleva años sola. Como Elisa quieta en su distribuidor, ella asiste a un mundo que no deja de moverse sin que aparentemente nadie repare en su presencia. Los ronquidos de Raúl suenan igual que los pasos que inundan las oficinas donde trabaja. Son muy parecidos a las voces de la cafetería, donde cada cual expone su ego elevando el tono sobre el resto. Años sola y casi sorda de tanto ruido que pasa por su vida sin que ella pueda ni gritar. Hay tanto que ni siquiera Raúl es capaz de oírla llorar. Al darse la vuelta, ha dejado de roncar. Ahora es ella quien escucha a Elisa. Y Elisa a ella. Las dos en el silencio que da una tregua en mitad de la noche.