El mostrador y los amores

Desde su despacho, el sargento levantaba la vista de vez en cuando para mirarme. Por su modo de hacerlo, supe que no aprobaba mi forma de vestir, tampoco mi peinado, menos aún el motivo de mi denuncia. Mientras, el cabo golpeaba torpemente el teclado, tratando de no olvidar mis últimas palabras. -Perdone, ¿decía que lo había dejado encima del mostrador? -Sí. Un momento. Cuando quise volver ya no estaba. -Es lo que tienen los amores- interrumpió el sargento, de pie, en la puerta de su despacho -Nunca son lo suficientemente mayores como para poder dejarlos solos.

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