La vieja Olivetti

Salió a comprar el pan mientras ella se quedaba en casa repasando unos apuntes de Derecho Mercantil. Él tardaría unos treinta minutos en regresar pues le había dicho que aprovecharía para pasarse por el almacén y comprar algo de trigo para las gallinas. Últimamente ponían pocos o ningún huevo y andaba preocupado por eso. Ella había decidido hacía tres años comenzar la carrera de Derecho, tras cerrar la tienda de ultramarinos que le robó media vida y, ya retirada, disfrutaba de los silencios con él, de otra manera y con otro ritmo.

Mientras hojeaba el texto, creyó escuchar que llegaba. Supuso que había olvidado algo, lo que no era raro, así que lo llamó. Nadie contestó. Volvió a escuchar algo. Algo que ahora sí que reconocía. Era la vieja máquina de escribir. Podía oírla teclear a una velocidad tal que se le aceleró el corazón de inmediato. Dejó el texto sobre el cristal de la mesa camilla y se dirigió al pequeño despacho cada vez más deprisa pues ya no dudaba. A cada paso que daba, estaba más segura de que alguien, y no podía ser él, estaba utilizando la máquina de escribir.

Cuando entró al despacho, el ruido cesó pero pudo ver el carro de la Olivetti terminar de moverse violentamente. No recordaba que en el rodillo hubiese alguna hoja y, sin embargo, allí estaba, moviéndose aún tras la parada del carro. No quiso acercarse pues sintió miedo. Lo llamó y le dijo que no tenía gracia, pero ella ya sabía que era inútil hacerlo. Sabía que él jamás se comportaría así. Allí no había nadie aunque alguien había escrito algo. Desde el umbral de la puerta no podía leerlo así que volvió por sus gafas, junto al texto.

Al darse la vuelta y dirigirse hacia la mesa camilla, la máquina comenzó a teclear de nuevo. Ella se quedó paralizada mientras, aún de espaldas a la puerta, seguía escuchando cómo el ritmo aumentaba cada vez más. Corrió hacia el salón, a la vez que los golpes de las teclas parecían aún más fuertes y secos. No podía gritar, mucho menos pensar, así que hizo lo único que podía hacer, darse la vuelta y salir a la calle. Exhausta, alcanzó la acera en unos segundos y allí se desmayó, golpeándose la cara con el granito del bordillo.

Despertó en el hospital. Pudo verlo intentando recomponerse para que no notara que contenía las lágrimas. Enseguida sintió sus manos acariciándola. Sus ojos vidriosos lo delataban. Tenía miedo de perderla y ahora se hallaba emocionado de verla consciente. Ella intentó contarle lo de la máquina pero no pudo hacerlo. Los párpados le pesaban y apenas tuvo fuerzas para decirle «Tranquilo, estoy bien». Él acariciaba sus mejillas y sostenía su mano, indicándole que ahora debía descansar. Cerró los ojos y durmió.

Había sido la última vez que lo vería con vida. Esa misma tarde, él fue a casa a recoger algo de ropa para ella. Lo encontraron sobre las nueve de la noche al pie de la escalera, en el rellano que daba a la puerta de entrada. El corazón se le paró y, aunque hubo autopsia, todos excepto ella achacaron la causa de la muerte a la edad y al susto que tuvo aquella mañana con la caída de su mujer. Ella salió del hospital semanas más tarde, ayudada por sus hijos y, aunque sabía que no podía contar a nadie lo ocurrido aquella mañana, dijo que no regresaría a aquella casa.

Sus hijos vaciaron el que había sido durante años el hogar de la familia. Quitando la ropa y algunos muebles y electrodomésticos, el resto de trastos fueron a parar a un almacén de la calle Selpica, propiedad de una empresa dedicada a la compraventa de artículos de segunda mano. También la máquina de escribir, una vieja Olivetti con la cinta gastada y algunas teclas díscolas que llevaban años sin ajustar bien. Al menos eso dijo el responsable del trastero, que la tasó en treinta y tres euros. A pesar de su precio, la vieja máquina sigue escribiendo frenéticamente cuando todo está en silencio, en mitad de ese oscuro almacén.