Hay una grieta en mi salón. No es una grieta cualquiera. Es grande y atraviesa la pared de arriba a abajo. Sé que apareció esta mañana porque anoche no estaba y yo estaba sobrio y viendo Máster Chef. He dejado el poleo menta en la mesa sin apartar la vista de ella y después, poco a poco, me he ido aproximando con prudencia. Ya al lado de ella, en un arrebato de irresponsabilidad, he metido los dedos dentro de aquello y he podido recorrerla casi en su totalidad. Lo cierto es que divide la pared en dos mitades casi iguales y su interior es frío y oscuro. Me he sentado frente a ella y, mientras bebo a sorbos el poleo, intento pensar qué hacer. La infusión está casi hirviendo pero no es la taza la que cruje. Esta grieta se está haciendo más grande mientras la miro. En otro acto de delirio, meto de nuevo los dedos y se pierden en ella. Algo tira de mi mano, de mi brazo. Con fuerza tiro de ella, intentando recuperar mis falanges. La grieta acaba de convertirse en un agujero. Y de él ha salido un señor cuya cara me resulta familiar. Sin duda alguna. Se trata de Ernesto Solore Pergán, aquel famoso constructor salpicado por el caso Solberga en el que se corrompieron hasta los muros de nuestras casas.