En silencio

Eran seis. Sin sitio para más, fueron colocándose uno tras otro. Tantas eran las apreturas que no tardaron en escucharse los primeros reproches. El bebé empezó a llorar. Nacho, por su parte, se hacía pipí y la pequeña Alba bostezaba de manera exagerada. Conchi miraba a su marido, Diego, entusiasmado con Pepe y con las dos jarras de medio litro que acababan de llegar a la ridícula mesa. Siempre les ponen a ellos primero. La gente no paraba de entrar. Pero dónde coño van sí aquí no cabe ni Dios. La Conchi meciendo al bebé, el Nacho enganchado en su falda, la niña enfadada porque su madre no le hace caso, el camarero esperando a ver qué quiere la señora y los niños. El gilipollas de mi marido descojonado con las estupideces del último divorciado del mes. Yo ya no puedo más. Que se mee el niño encima, que reviente la niña, que le ponga el chupete al bebé el cipote de Pepe, que yo me iba a mi casa con ese moreno que lleva el caperuzo de nazareno bajo el brazo. Que además de estar como Dios, ni grita, ni vocea, ni tiene una jarra de medio litro pegada a la mano, ni tiene amigos gilipollas ni tiene una mujer que está hasta el moño de tanto tonto. Pero cómo me pude casar con esto y, ya  puestos, cómo es que año tras año salgo con él de procesiones. Ahora no para de guasapearme, que dónde me he metido, que el niño se ha cagado encima, que al bebé le pasa algo y que Alba está vomitando. Que claro, que no se puede tomar la cerveza a gusto. Y yo con el Nazareno, encerrada en el baño, purgando mis penas y procesionando de una vez. En silencio.

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