Lola se ha comprado un descapotable. Es lo que me faltaba para terminar de morirme. Verla llegar al trabajo con su media melena, tan rubia ella, con un suéter negro escotado, que parece la mismísima Grace Kelly en la Ventana Indiscreta. Es que me muero de verdad ahí pegado al cristal de la ventana de la oficina. Desde aquí parece tan dulce como lo parecía ella. Pero Lola solo es Grace a lo lejos, porque cuando sube por el ascensor ya se pone todo el mundo a trabajar más que en toda la mañana. Al momento de entrar en la sección, de camino a su despacho, aún con su rubia media melena, tiene los ojos y la boca de Ava Gardner, que son dos cosas que no te dejan respirar mientras las miras. Las miras mientras ella no se dé cuenta. Lola se sabe bellísima, Lola se sabe inteligente, Lola se sabe con influencia y poder. Su belleza le vale para intimidar y descartar a la primera oleada. Los hombres somos así en su mayoría. Así de tontos, míopes para ser condescendientes con nosotros mismos; vamos, que estamos en otras cosas, yo qué sé. El caso es que un exceso tan inmoral de belleza nos paraliza y hace que pensemos en otras cosas que sí podemos controlar, como el teclado del ordenador o la pantalla del móvil. Me ruboriza este animal indomable que tenemos en la oficina. Para aquellos que se han asomado a la línea roja que marcan sus piernas, Lola les ha reservado una segunda fase, aún más compleja. No hay quien se lleve a Lola al terreno de la risa o de la sorpresa. Sabe de todo. Sabe estar, sabe hablar, sabe medir los tiempos, sabe darte una fresca con la que dejarte mudo tres días. Lola es inaccesible, por más que haya habido tiburones con dinero e influencia que la hayan pretendido. Todos acabaron yéndose con la rubia tonta, porque con la lista no puede nadie.
Hoy he visto el descapotable aparcado en la puerta de un Lidl y me he parado corriendo en el parking, porque de repente me he acordado que tenía que comprar azúcar, moreno no, blanco. Me he puesto las gafas de sol de conducir y un blazer sobre la camiseta de Epi y Blas y me he lanzado a deslizar mi cesta con ruedas en busca de Lola, totalmente de incógnito. Allí estaba, en la sección de semicongelados, con una señora de unos setenta años. La lleva del brazo y no paran de hablar. La señora la llama nena y le dice esto sí, esto no. Los ojos de Lola proyectan una mirada dulce. Lola y su madre. Lola de verdad, como es ella. Igual de bella, incluso más; igual de interesante; igual de inteligente y, en palabras de su madre en la cola de la Caja, igual de tontorrona, -que te pones nerviosa por un rato que tengas que esperar hija, -dándole una palmadita en la mano, como hacen las madres cuando te regañan de esa manera.
Me imagino a Lola colocando la compra en casa de su madre, llamándola por teléfono todas las noches para ver cómo está, llevándola los domingos a ver a sus hermanos, apuntando las notas de la receta de su famoso bizcocho, tomando café mientras la escucha contar cosas de su padre, llamando al fontanero para que arregle la dichosa cisterna de su casa, montándola en su descapotable para llevarla a la peluquería, diciéndole que la quiere mucho y que se acuerda mucho de papá. Creo que me imagino a Lola tal y como es y es mala idea hacerlo, porque ahora me gusta mucho más. Y en esas estaba cuando me quité las gafas de sol porque no veía bien dentro del Lidl y descubrí la mirada de Ava Gardner atravesándome el corazón. La próxima vez, me pongo casco, que mañana me espera una buena fresca en la oficina.