Arranca una nueva semana de confinamiento. Hemos dejado atrás el domingo y por fin es lunes. Hay cosas que hacer. Levantar persianas, abrir ventanas, hacer (y recoger) el desayuno, poner la lavadora, pasar el trapo, sacudir el sofá de palomitas, poner a Luis (mi robot barredor), fregar el vaso que se quedó en el salón, despertar a los niños, hacer la lista para la semana, lavarse el pelo, arreglar los baños, sacar el pan del congelador, escurrir las habichuelas, decir te quiero, preguntar cuánto te queda, mirar al techo con los brazos en jarra, abrir el frigorífico, cerrarlo un segundo después, llamar al gasoil. Ver el borrador de la renta, comerte a besos, sentarme, levantarme, mirarme en el espejo, pensar en ti, pensar en él, pensar en ella, no pensar en nada, ver que te acuerdas de mí (te extraño; mucho), alegrarme de no ver más a quien ya no te hace falta ¿Sigo?
—¡No! ¡Para ya, que me estás agobiando! ¡Déjame dormir!
—Sigo. Arreglar el cuarto, reírme de lo de ayer, olvidarme de aquello y de lo otro. Prepararte la ropa, decirte que te duches. Tirar de la manta. Recoger las del sofá, apagar la tele que nadie está viendo, apuntar sal (no queda). Darte dos voces, no entender lo que respondes. Pensar cómo, cuándo, dónde y para qué quise alguna vez estar en este mundo. Arrepentirme enseguida, negar con la cabeza, morderme las uñas, pedirte que te las cortes, echarle agua al potaje (que se seca), escuchar que si no hay otra comida. Hablar para sordos, saber que hay tontos, estar feliz, llamar a quien tienes que llamar, estar pendiente de todo, correr de aquí para allá y saber, con absoluta certeza, que algo se te olvida.
¡Y el caso es que está! Estar … ¡está! pero no sabes ahora mismo qué es.