Las tormentas

Había días en los que, de tanta calor que se acumulaba, la noche respondía con una breve tormenta. Llegaba de repente, descargaba lo justo para refrescar el suelo de la terraza y se marchaba, como huyendo del sol que acababa de plegar velas minutos antes, por si acaso. Casi siempre coincidía con el momento después de cenar, cuando los platos y cubiertos aún descansaban en la mesa del jardín, situada debajo del emparrado. El aire fresco que anticipa el aguacero era motivo más que suficiente para cerrar los ojos, respirar profundamente y creerse en otro lugar y en otro tiempo, en otras circunstancias. Justo antes de las tormentas, no necesitaba de las historias que contenían los libros. Bien podían esperar. Minutos después, el frescor se convertía en frío gracias a la humedad que la gruesa lluvia traía consigo y del frío se pasaba a las prisas por recoger de la mesa los restos de la cena. Para cuando todo estaba en la cocina, ya no quedaba ni aire ni agua y ese era el momento de volver a leer, antes de que el calor acabara por secarlo todo. Aquel sería un verano de tormentas que, poco a poco, irían apartando los libros que tanto habían ocupado su tiempo durante los años anteriores.