Siempre lo tendrán

Las cartas que me escribía venían repletas de palabras. Eran enormes y redondas. Quise preguntarle el porqué en mitad de una conversación telefónica. Sin embargo, me resultó imposible. Cada vez que lo intentaba, escuchaba un silencio aún mayor, prometiéndome que las enviaría todas al colgar. Nadie me había escrito nunca tan redondo, en negrita y subrayado, sin justificar y con tan poco margen en sus límites que párrafos completos hubieran podido desbordarse del mismo hilo de tinta que los sostenía.

Las cartas continuaron llegando y las palabras estaban construidas por letras cada vez mayores. Las frases venían apelotonadas, sin que pudiera apreciarse ninguna coma. Casi me ahogaba al leerlas, pero no podía detenerme pues los pronombres me hacían perder el equilibrio, justo al llegar al verbo. Sólo os puedo decir que esa parte era siempre la más voluminosa de todas y que, leída por fin, todo se hacía cuesta abajo.

Las cartas dejaron de llegar el día que vino a vivir conmigo. Me preguntó por ellas, entre besos. Las tenía repartidas entre los altillos de los armarios y era por esa razón por la que toda la casa estaba tan desordenada. Sus palabras se hallaban empotradas en las paredes y, por mucha madera que las revistiera, seguían calando dentro de mí. Quise, entonces, que las leyera, poniéndoles voz, a lo que se negó rotundamente. Adujo que nadie puede hablar como escribe, si es que se llegan a escribir esas cosas que yo leía en las cartas.

Me quedé, entonces, con las cartas emborrachadas de frases arremolinadas, escritas en letras grandes y redondas. Ahora en casa hay más desorden y las puertas de los armarios, combadas, empiezan a ceder. No hubo sitio para su ropa. Tampoco para sus zapatos. Sólo para sus cartas. Preferí que se marchara, con tal de que siguiera poniendo esas palabras, tan grandes y redondas, en las cartas. Ellas sí que tienen sitio. Siempre lo tendrán.

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